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El sacacorchos

Jon Mujika

Reverdecer del pueblo

SI a un habitante de mediados del siglo XX le dicen que iba a poder bañarse en una playa junto al cargadero de la Franco-belga se hubiese llevado las manos a la cabeza. ¿Qué futuro cabía predecirle entonces, hace no tanto, a municipios como Barakaldo? No había bola de cristal que aventurase una recuperación de esta talla. Con todo, poco a poco Barakaldo fue resurgiendo no ya de la ceniza sino de la escoria de los hornos, del hollín de los hornos industriales... Un día la peatonalización de una calle, otro más allá, el florecer de una plaza con estatuas. La construcción de nuevas viviendas, la llegada del metro, el florecer de un ciprés llamado BEC y ayer, la inauguración de Zamalanda, un parque enorme supone la victoria de la naturaleza sobre el cemento.

Allá donde el humo solía danzar en el aire, se gesta un nuevo sueño. Las tierras que una vez vibraron con el estruendo de la industria, que conocieron el sudor y la lucha de miles de trabajadores, se han transformado en un parque. Un espacio verde que, como un susurro de esperanza, promete devolver la vida a un lugar que, durante demasiado tiempo, fue sinónimo de contaminación y desolación.

Los Altos Hornos de Bizkaia fueron, durante décadas, el pulso de una ciudad que se forjó en el yunque del acero. Allí, hombres y mujeres entregaron su fuerza y su juventud a la máquina insaciable de la producción. Pero el tiempo, como un río que arrastra todo a su paso, cambió el paisaje. Las chimeneas se apagaron, y el eco de los martillos se convirtió en un silencio pesado, un vacío que dejó cicatrices en la memoria colectiva. El parque no solo será un refugio para los árboles y las flores, sino también un homenaje a quienes trabajaron en las entrañas de la industria. Un lugar donde los niños podrán correr, donde las familias podrán reunirse, donde la vida podrá florecer de nuevo.