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El agua se desmelena en Bilbao

El agua se desmelena en Bilbao

Hay días en los que uno se despierta y se queda, ¡zas!, con la boca abierta por la sorpresa. No se confundan, no tiene nada que ver con Gregorio Samsa, sin que experimente aquella repentina transformación en un enorme insecto que nos dejó patidifusos en el célebre libro de Kafka, La Metamorfosis. Lo llamativo del día de ayer no tiene, eso sí, nada de repugnante sino de asombroso. Aquí, en Bilbao, se anuncia la aparición de una cascada, un Niágara en mano a la altura de Sendeja, allá donde nuestros antepasados hasían risas al pasar.

No, no es la cascada que esperaban los ríos de antaño ni la que reclaman los árboles olvidados; es una cascada de concreto, una fantasía que despierta preguntas entre la ciudadanía que camina a su alrededor. No sabrán si es un milagro o una broma del urbanismo. Habrá quienes la miren con asombro, y otros la mirarán con desconfianza. Los turistas se fotografiarán frente a ella, como si se tratase de un monumento que no tiene raíces en la tierra, pero sí en el presente, en un presente que fabrica recuerdos más rápidos que el agua que cae.

¿Qué hace una cascada aquí, entre las avenidas de cemento? La naturaleza ya no tiene cabida en las ciudades que han olvidado su pasado rural, su conexión con la tierra. Los ríos se han secado y las montañas se han recubierto con capas de ladrillo. Las fuentes de antaño, que eran como ríos pequeños de piedras y vida, se han convertido en esculturas: una metáfora de lo que hemos perdido, sí, pero también un bello recurso el que ha propuesto el estudio Katsura, Arquitectura y Urbanismo, para darle alegría al vivir cotidiano. ¿Acaso una cascada no transmite la sensación de que el agua se suelta el pelo, se desmelena? Esa impresión tenía Ramón Gómez de la Serna. Esa impresión nos contagió a un buen puñado de mortales.