Esbien sabido que la orografía de Bizkaia es exigente y peliaguda. Vamos, que en todo el territorio no hay planicie alguna en la que se pudiera grabar uno de esos documentales en el que el leopardo se lanza a la caza y captura de la gacela Thompson. Ortuella es uno de esos municipios en los que a duras penas pudiera correrse los cien metros lisos municipales. Todo es un sube y baja continuo y el percance vivido ayer en la cuesta del cementerio es un ejemplo más de las dificultades que conlleva superar el continuo vaivén. La lluvia y la escasa pericia de la conductora provocó un accidente de tráfico que dejó para la posteridad un puñado de magulladuras en la mujer y una fotografía digna de antaño, cuando en los pueblos todos arrimaban el hombro a nada que viniesen las cosas torcidas. Ahí lo ven: ocho personas para devolver al coche a su estado natural, a cuatro ruedas.

La foto da que pensar. Más allá de las catástrofes mayúsculas –la dana sobre Valencia, pongamos por caso...– uno tiene la sensación de que ya no existe una solidaridad de andar por casa en los aconteceres diarios. Uno tiene mala suerte y, ¡zas!, ahí se las apañe. Es una norma del siglo XXI, tan individual. En un rincón del mundo, donde las sombras de la indiferencia se alargan como brazos que no quieren abrazar, el individualismo se erige como un rey sin corona. En esta danza de egos, cada uno se convierte en protagonista de su propia historia, mientras el resto se convierte en un mero decorado. La vida, en su esencia más pura, se transforma en un espectáculo donde el dolor ajeno es solo un eco lejano que apenas escuchan quienes prefieren mirar hacia otro lado.

¿Qué es el individualismo sino una trampa que nos hemos tendido a nosotros mismos? En la búsqueda de la libertad personal, hemos olvidado la verdadera libertad solidaria. Nos han enseñado a cuidar nuestro jardín, pero hemos olvidado que el jardín florece cuando se riega con agua comunitaria.