Qué lejos queda aquella vieja frase ofensiva que decía algo así como “hazte munipa y engorda la tripa”. También queda hors catégorie, nombre que se da a las alturas de los puertos del Tour de Francia, esos “cinco pies y una pulgada” (1,42 centímetros aproximadamente...) que se exigían para que uno (una no podía en aquellos años...) entrase en el cuerpo de la Policía Municipal, lo que eran, hasta entonces, los alguaciles. Han cambiado los requisitos, ya les digo, pero no se ha perdido esa esencia de servicio público que les hizo y les hace un grupo de hombres y mujeres forjados para dar servicio a la ciudadanía en la primera línea de fuego, a pie de calle.

En cada rincón de la ciudad, donde las sombras se entrelazan con la luz, la policía municipal se erige como un símbolo de orden y pocas, muy pocas veces, de desorden. Con sus uniformes que brillan bajo el sol y sus patrullas que recorren las calles, son los guardianes de un pacto social que, en ocasiones, parece más frágil que el cristal. Pero, ¿qué significa realmente ser policía en un mundo donde la justicia a menudo se confunde con la fuerza?

La Policía Municipal, con su misión de proteger y servir, se enfrenta a un dilema constante: ser el escudo de la comunidad o convertirse en su espada. En sus manos llevan la responsabilidad de mantener la paz, de ser el puente entre el ciudadano y el Estado. Los servicios que ofrecen son variados, desde la atención a emergencias hasta la mediación en conflictos vecinales. Son los primeros en llegar cuando el caos irrumpe en la cotidianidad, cuando el miedo se asoma a la puerta. Pero, ¿qué pasa cuando el peligro no les teme, les planta cara? La historia está llena de relatos de enfrentamientos, de malentendidos, de un poder que para algunos delincuentes es apenas calderilla. Y no sucede nada. Ahí siguen.