Síguenos en redes sociales:

El bombín roto

Cierra la muralla

Si hay que hablar de murallas, pongamos entonces los nombres: Unai Simón, Dani Vivian y Aymeric Laporte, que hoy visten de rojo no solo por sangre, sino por la selección española

Cierra la murallaEP

POR algún designio que no está en los libros de táctica, sino en las brumas que se levantan del Nervión al amanecer, el Athletic fabrica defensas como si fueran esculturas de acero fundido. Allí no nacen bailarines, sino centrales. No se educa en la esgrima, sino en el despeje. Y si hay que hablar de murallas, pongamos entonces los nombres: Unai Simón, Dani Vivian y Aymeric Laporte, que hoy visten de rojo no solo por sangre, sino por la selección española.

El regreso de Laporte a LaLiga, como si fuera el hijo pródigo que aprendió a guardar castillos en Mánchester y a domar camellos en Arabia, tiene algo de justicia poética. No vuelve buscando redención, sino porque el corazón –y el balón, que tanto tiene que decir siempre o casi...– acostumbra a regresar al mismo sitio: el césped de San Mamés. Y allí, entre cantos de ánimo y bufandas zurigorris, se ha rearmado una defensa que no sabe de florituras, pero sí de firmeza.

Unai Simón, que parece más un seminarista serio que un portero de selección, ha alcanzado esa clase de madurez que solo otorga la soledad bajo palos. Es un tipo de silencio largo, de mirada que intuye antes de que el delantero dispare. Se diría que no ataja balones: los convence de que no entren.

A su lado, Vivian, curtido en Lezama, no habla mucho, pero cuando entra al cruce, lo hace como quien defiende la honra de su calle. No da entrevistas con frases hechas, ni lanza mensajes a través de las redes. Su mensaje va con la pierna por delante y la cabeza alta: que por aquí no se pasa.

España, que durante años tuvo defensas de seda –más tocadores que marcadores– ha encontrado en esta trilogía un equilibrio antiguo, como si Del Bosque hubiese invitado a cenar a Luis Aragonés y a Clemente para darle la fórmula a Luis, otro defensa que se forjó en esta misma fragua. A la roja se le cuela por fin un poco de esa niebla vasca, dura y honesta, que no necesita de marketing para imponerse.

Te puede interesar:

Hay algo bello en esa defensa que no presume. Una belleza que no se exhibe, sino que se impone por presencia. No hacen aspavientos. No levantan la ceja. Solo cierran la puerta con cerrojo, y el rival, mientras se sacude el polvo del intento, entiende que no se trataba de una línea de tres: era una frontera.

Y ahora, cuando suenan los himnos, uno siente que hay en ellos algo más profundo que la camiseta de turno: una fidelidad a un oficio en extinción. Defender. Solo eso. Sin adornos. Como se defiende una plaza, una madre, una idea. O una vieja catedral de fútbol en la que aún se escucha, de fondo, el crujido de la historia. Laporte vuelve a la tierra que le vio nacer y regresa a ese fútbol con barba, serio y entregado, donde se siente cómodo. Se siente entre los suyos antes de jugar el mundial que tanto añora.