N el plazo de tres semanas se cumplirán diez años del final de la violencia de intencionalidad política en Euskadi con el cese definitivo de ETA. Una efeméride que produjo una satisfacción compartida en tanto anhelada y reclamada desde la mayoría social vasca. Esa amenaza dejó de pender sobre las cabezas de los vascos y permitió a esta sociedad enfilar el camino de la construcción de una nueva convivencia en igualdad, libertad y derechos. Ese proceso de construcción se viene desarrollando en esta última década con inciativas institucionales y políticas orientadas a satisfacer la debida restauración de un daño ético colectivo a través del reconocimiento de la injusticia sufrida por las víctimas de todas las violencias. Así, el protagonismo de la fecha corresponde íntegramente al destierro de la violencia como fórmula de acción y no a la organización por su cese de actividad, motivado en cualquier caso por su derrota social, política y policial. La mirada al pasado debe hacerse con ojos de presente pero evitando imágenes borrosas que distorsionen la construcción del futuro. Entre estas persiste el riesgo de que queden diluidas las responsabilidades sin su reconocimiento, como si el paso de la violencia como forma de acción política a la actividad pública normalizada hubiese sido un ejercicio de natural sucesión que borrase la profunda llaga ética que arrastra el periodo violento. Ayer, el lehendakari, Iñigo Urkullu, reclamaba una reflexión ética y un pronunciamiento nítido al respecto a quienes provienen de una sociología partícipe de la visión estratégica que durante décadas encontró motivos para amparar la violencia. No se trata de obtener una contricción fingida y vacía que ni se pide ni se ha dado. Es preciso el rigor del reconocimiento de que la violencia ejercida por ETA y aceptada por los referentes de quienes hoy heredan la vitola de izquierda independentista fue injusta y éticamente inadmisible. La sucesión de lamentos por el daño causado solo adquiere verdadera carta de naturaleza cuando en su fondo y su forma no prima la protección de una herencia de activismo que pueda ser blanqueado. Ni gudaris ni vanguardia, como algunos siguen calificando a los activistas de la violencia. Los debates aún vigentes recuerdan que hace bien poco persistía un experimento lamentable de política y terrorismo que justificaba los medios más abyectos. Su fracaso cumple diez años.