UATRO años y medio después del referéndum de junio de 2016 y de que Gran Bretaña invocara el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea e iniciara el proceso de su salida del club comunitario, tras un periodo negociador previsto de dos años que se prorrogó hasta tres veces y de que en febrero de este mismo año se abriera, tras el dificultoso acuerdo inicial que costó el gobierno a Theresa May, el periodo transitorio (que se cerraba el próximo 31 de diciembre) para negociar las condiciones de un nuevo acuerdo, el Brexit es ya historia de una Europa cuya relación con Gran Bretaña tiene, según lo anunciado ayer, nuevas normas. Y, sin embargo, no todo ha concluido, como afirma la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, queriendo cerrar con urgencia una página que ha venido reteniendo el desarrollo de la unión durante el último lustro si no antes, desde el mismo momento en que Gran Bretaña, en 1973, formó parte de la primera ampliación e impuso sus primeras condiciones a su convergencia en Europa. A la espera del análisis y la aprobación por el Consejo de la UE y el Parlamento Europeo -o por los parlamentos de los diferentes estados miembros- del acuerdo anunciado ayer y de que no se dibujen nuevas dificultades y el Parlamento británico admita a Boris Johnson lo que no parecía dispuesto a admitir antes de la llegada de este al número 10 de Downing Street, el acuerdo cerrado in extremis, tanto que solo se podrá implementar de modo provisional durante la larga tramitación del mismo en los legislativos correspondientes, evita los efectos de una salida caótica en las relaciones comerciales, aunque no los de que Gran Bretaña pase de ser un miembro con condiciones especiales dentro de la Unión a ser un socio con condiciones especiales fuera de la misma. Ambas partes serán desde el 1 de enero, otro agente distinto en el concierto mundial. Y las condiciones no son seguramente ni las que pretende Johnson cuando habla de recuperación de soberanía o de un acuerdo comercial similar al que Londres mantiene con Canadá pero de 742.000 millones de euros ni las que dice imponer la Comisión Europea a través de mecanismos de control de la competencia por un lado y de colaboración en áreas de interés común -medio ambiente, energía, transporte y seguridad- en otro.