LA aceptación por parte de los veintisiete estados miembro de la Unión Europea de la nueva extensión del artículo 50 solicitada a regañadientes y sin firma por el primer ministro británico, Boris Johnson, y la relacionada convocatoria de elecciones en Gran Bretaña en diciembre, casi dos meses antes de la nueva fecha límite (31 de enero), sitúa el proceso del Brexit donde debió estar mucho tiempo antes de que Theresa May se viera forzada a presentar su dimisión en junio. La convocatoria electoral, con la posibilidad de un segundo referéndum como eje de campaña, debió haberse hecho efectiva ya tras el último 15 de enero, cuando el acuerdo alcanzado por May en Bruselas fue rechazado por primera vez de forma rotunda (432 votos en contra por 202 a favor) en la Cámara de los Comunes. Pero entonces la división interna y los datos de las encuestas pesaron más en un Partido Conservador que sufriría una auténtica debacle en las elecciones europeas de mayo con solo el 8,8% de los votos. A partir de ahí y del relevo de May, los tories han escalado de la mano del histrionismo populista antieuropeo de Johnson hasta situarse por encima del 30% en los sondeos, lo que permite al premier afrontar las elecciones con ciertas garantías aun tras condicionar el futuro del país -no es otra cosa la decisión sobre su salida de la UE- a las necesidades electorales del partido e incluso a las personales de su liderazgo político. Pero lo achacable a Johnson también lo es a quien debería ser su principal oponente, el líder laborista Jeremy Corbyn, quien asimismo ha hecho depender la vacilante posición ante el Brexit del Labour Party, e incluso ayer la decisión sobre la convocatoria de elecciones, del análisis de los sondeos. En el caso de ambos, el supuesto respeto democrático al resultado del referéndum de 2016 no es sino la excusa para la conveniencia electoral y política de dos partidos desgastados y sin un liderazgo auténtico frente a opciones emergentes, léase el euroescepticismo, los renacidos y eurófilos lib-dems o el nacionalismo en Escocia y Gales. La prueba evidente es que, en todo caso, el proceso del Brexit va a quedar ahora supeditado al resultado de las urnas tras una campaña plebiscitaria en la que la convocatoria o no de otro referéndum acabará por inclinar la gobernabilidad, las pautas de una posterior negociación con Bruselas e incluso la integridad del Reino Unido tal y como se concibe hoy.