EL resultado de la ronda de conversaciones entre el Gobierno británico que preside Boris Johnson y los gobiernos de los 27 estados miembro de la UE con el fin de llegar a un consenso sobre la fórmula del Brexit estaba abocada al fracaso antes de empezar. El rechazo alemán, explicitado por la propia Angela Merkel, y de la República de Irlanda a la propuesta de Johnson de limitar ciertos aspectos del backstop o salvaguarda irlandesa, así como las opiniones al respecto del negociador de la UE para el Brexit, Michel Barnier, y del todavía presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, confirman cualquier cosa menos una solución antes de que expire la fecha tope del 19 de octubre que el Parlamento británico incluyó en la Benn Act, la ley que obliga a Johnson a solicitar una prórroga en caso de no alcanzar un acuerdo que pudiera ser aprobado en Westminster. Johnson lo sabe. Y sabe que su empecinamiento en presentar la salida abrupta el 31 de octubre como única alternativa a esa propuesta no es factible sin provocar una crisis de legitimidades institucionales sin precedentes entre el Gobierno y el Parlamento británicos que situaría incluso a la reina Isabel II en una situación imposible, a los propios principios constitucionales de la democracia británica en riesgo y al mismo Reino Unido en peligro por la reacción en Escocia e Irlanda del Norte, que votaron contra el Brexit en el referendum de 2016. Ahora bien, el primer ministro está dispuesto a mantener la amenaza de ese pulso hasta el último momento, consciente también de que su postura inflexible le ha permitido recuperar a buena parte del electorado que se alineó con el Brexit Party de Nigel Farage en las últimas europeas, lo que ha aupado a los conservadores desde el 8% de aquellas elecciones hasta el 38% de apoyo en las encuestas, diez puntos por encima del Partido Laborista de Corbyn, algo impensable cuando Johnson reemplazó a Theresa May en el 10 de Downing Street el pasado 24 de julio. Así que agotará el calendario, culpará a la UE por no aceptar su propuesta y achacará al Parlamento una prórroga que parece inexorable con el fin de aglutinar a los brexiters bajo su liderazgo y convertir la que se antoja ineludible convocatoria electoral en un plebiscito cuyo resultado justifique la salida de la UE y al mismo tiempo refuerce la hoy endeble posición política de su gobierno.