Una Europa cansada de sí misma
Europa parece avanzar estos días con el gesto de quien cumple por inercia, mientras las decisiones se adoptan, los comunicados se publican y las cumbres se suceden sin que la sensación de impulso colectivo acompañe. No es una crisis concreta ni un choque puntual lo que explica este momento, sino algo más profundo y difícil de nombrar: el cansancio del propio proyecto europeo. Un cansancio que atraviesa las instituciones, los Estados miembros y los debates comunitarios, y que se percibe con claridad en una ciudadanía que observa Bruselas con distancia creciente. La Unión sigue funcionando, con disciplina normativa y procedimientos sólidos, pero ha perdido parte de su energía política. Europa avanza, sí, pero lo hace sin épica, sin relato compartido y sin una ambición capaz de volver a movilizar.
Una Europa sin liderazgo
Este desgaste no es solo emocional, es estructural y acumulativo. La Unión Europea afronta una concentración inédita de retos estratégicos simultáneos: la guerra en Ucrania, la ampliación, la transición climática, la defensa común y la competitividad económica se superponen sin un consenso sólido sobre prioridades ni sobre el ritmo político de las respuestas. El resultado es una acción comunitaria más reactiva que proactiva, más defensiva que ambiciosa y cada vez más técnica. Las instituciones buscan equilibrio en un entorno fragmentado, mientras los Estados miembros refuerzan reflejos nacionales. Cada avance exige largas negociaciones y cesiones cruzadas, lo que diluye la percepción de liderazgo común. Europa responde, pero lidera menos, y ese déficit de dirección se empieza a notar tanto dentro como fuera de la Unión. Cuando todo es urgente, nada termina siendo verdaderamente prioritario. Y esa falta de jerarquía política se paga en credibilidad. La política europea parece atrapada en la administración permanente de la excepción.
Una burbuja funcionarial
A este cansancio institucional se suma una brecha cada vez más evidente con los ciudadanos. La Unión produce normas, estrategias y planes con enorme intensidad, pero le cuesta traducirlos en un horizonte comprensible y compartido. El proyecto europeo ya no se apoya en una promesa movilizadora clara y la política comunitaria se percibe como lejana, abstracta y excesivamente compleja. Esa distancia alimenta la indiferencia y, en algunos casos, el rechazo abierto al proyecto común. La desafección no surge de un único fracaso, sino de una acumulación de silencios políticos. No es una crisis de resultados inmediatos, sino de sentido político. Si la Unión no se explica, otros la explicarán por ella. El vacío de relato suele ser el terreno fértil del populismo. Y Europa lleva demasiado tiempo dejando espacios sin ocupar.
Recuperar el impulso
Sin embargo, este momento no debería interpretarse como un punto final, sino como una advertencia. Europa no puede permitirse gestionar el cansancio como una fase pasajera o como un simple problema de comunicación. Recuperar impulso exige algo más que ajustes técnicos o nuevos programas. Explicar para qué sirve la Unión y por qué sigue siendo necesaria en un mundo más hostil, fragmentado e imprevisible. Sin ese esfuerzo consciente, el riesgo no es la ruptura abrupta del proyecto, sino algo más silencioso: una Europa que sigue existiendo, pero que deja de creerse a sí misma. Una Europa funcional, pero resignada. Y la resignación, en política, suele ser el prólogo del retroceso. Europa necesita volver a querer lo que dice defender. También necesita decidir qué está dispuesta a proteger y hasta dónde está dispuesta a llegar. Porque sin determinación política, el proyecto europeo se diluye en mera gestión.
