Desde que comenzó la legislatura europea en junio de 2024, Ursula von der Leyen ha tenido que sostener su segundo mandato sobre un terreno mucho más inestable que el anterior. En poco más de un año, el Parlamento Europeo ha registrado tres mociones de censura, todas derrotadas, pero ninguna inocua. Cada una ha servido para medir la temperatura política de una Europa fragmentada, donde el centro proeuropeo ya no es un bloque sólido, sino un espacio en permanente negociación. Von der Leyen busca el equilibrio imposible entre grupos parlamentarios enfrentados y gobiernos nacionales cada vez más replegados sobre sí mismos. Pero ese afán por contentar a todos ha convertido a la presidenta en una figura asediada por la prudencia: consciente de que cada decisión puede abrir un frente nuevo, ha optado por gobernar desde la contención. Y esa contención, a la larga, es también una forma de fragilidad.
No inspira ni convicción, ni entusiasmo
Las mociones de censura no han tenido recorrido institucional, pero sí político. La presentada por la extrema derecha en julio de 2025 fue más un gesto de desafío que una alternativa real; la impulsada por La Izquierda, una advertencia a una Comisión que consideran demasiado complaciente con los intereses corporativos. Sin embargo, ambas coincidieron en un punto esencial: la percepción de un Ejecutivo que no ejerce plenamente su autoridad. Von der Leyen ha sobrevivido porque la mayoría del Parlamento teme el vacío que dejaría su caída, no porque inspire convicción o entusiasmo. En Bruselas, más que una presidenta firme, parece haber una equilibrista. Alguien que intenta mantener en pie el andamiaje institucional europeo mientras la presión aumenta por todos los lados. Y en política, sobrevivir no siempre es sinónimo de gobernar.
No incomodar a nadie
En esta segunda legislatura, Von der Leyen ha convertido la búsqueda del consenso en su principal método de trabajo, y quizá también en su mayor limitación. Su Comisión actúa como un laboratorio de compromisos: cada propuesta nace ya negociada, cada decisión llega descafeinada para no incomodar a nadie. La consecuencia es una Europa que gestiona más que impulsa, que reacciona más que lidera. Desde la política industrial hasta la reforma energética o la transición verde, las decisiones se mueven en un terreno de prudencia extrema. Y mientras tanto, el Consejo Europeo se refuerza, imponiendo a menudo el ritmo y la orientación política. La presidenta intenta ser la bisagra entre Parlamento y Estados miembros, pero en ese papel –tan diplomático como agotador– la iniciativa comunitaria se diluye. Europa, que debería hablar con una sola voz, acaba hablando en murmullos.
Una Comisión que gobierne
En los pasillos de Bruselas se percibe una sensación de agotamiento institucional. La Comisión de Von der Leyen, que quiso ser el motor político de la Unión, es hoy más un centro de gravedad precaria, obligado a contentar a todos para no perder pie. Pero gobernar Europa exige algo más que resistir: exige coraje, una visión capaz de incomodar y de unir al mismo tiempo. Las mociones de censura, pese a su fracaso, son un síntoma de esa falta de pulso. Reflejan un Parlamento que no se siente representado y una Comisión que no termina de creerse su propio papel. A veces tengo la impresión de que Bruselas se ha acostumbrado a sobrevivir a base de equilibrios, olvidando que la estabilidad sin rumbo es solo una pausa antes del próximo temblor. Europa no necesita una Comisión que se defienda: necesita una que gobierne.