El Consejo Europeo informal celebrado esta semana en Copenhague ha puesto de relieve una constante cada vez más evidente: la Unión Europea se piensa en clave defensiva, más pendiente de reaccionar a las amenazas que de impulsar proyectos propios. La sombra de Vladímir Putin y sus ofensivas militares marcan el ritmo de la agenda comunitaria. El debate que debería girar en torno a la competitividad, la transición verde, la cohesión social o la innovación digital ha quedado relegado a un segundo plano. La cita danesa ha servido para reforzar la cooperación en defensa, pero también para confirmar que la brújula europea no apunta al futuro, sino al blindaje inmediato. La narrativa comunitaria se construye más sobre la urgencia de resistir que sobre la ambición de liderar. Los jefes de Estado y de Gobierno han hablado de gasto militar y de seguridad, pero poco de prosperidad compartida. El resultado es una UE reactiva, condicionada por Moscú, en lugar de una Europa que marque rumbo.
Atrapados en el corto plazo
En Copenhague, los líderes se han reunido con la premisa de coordinar recursos y reforzar la seguridad estratégica, pero la foto de familia muestra otra cosa: un proyecto europeo atrapado en el corto plazo. Cada movimiento ruso en Ucrania provoca una respuesta europea en defensa; cada amenaza energética obliga a improvisar planes de emergencia. Esa dinámica relega a un segundo plano el trazo largo de una estrategia de futuro. El Pacto Verde, la hoja de ruta de competitividad o la agenda social aparecen apenas mencionados, sin el protagonismo que se les reconocía hace tan solo unos años. La defensa, imprescindible, ha pasado a ser el epicentro del discurso. Pero lo preocupante es que el resto de pilares de la integración —la sostenibilidad, la innovación, la cohesión— se convierten en capítulos secundarios, eclipsados por la urgencia de la contención militar y la respuesta inmediata a Putin.
Adiós al bienestar como motor
El giro defensivo comporta un riesgo evidente: el ciudadano europeo deja de ver en la Unión un motor de bienestar y progreso, y la percibe como una maquinaria diseñada únicamente para gestionar amenazas. Esa percepción erosiona la legitimidad del proyecto común. A escala internacional, además, el riesgo es perder la voz propia: si Europa se limita a responder a lo que dicta el Kremlin, su política exterior se convierte en un eco de las agresiones de Putin, no en una propuesta autónoma. La transición energética justa, la reducción de desigualdades internas o la innovación digital son las claves para que la UE siga siendo un actor global competitivo y creíble. Sin embargo, en Copenhague se ha demostrado que esas prioridades están en un segundo plano. Europa debe recuperar la iniciativa, marcar su propia agenda y decidir hacia dónde quiere ir, antes de que otros lo sigan decidiendo en su lugar.
Sin relato propositivo
El Consejo informal no solo deja la imagen de unos líderes preocupados por la seguridad, sino la constatación de que la Unión carece de un relato propositivo. La brújula marca el norte de la defensa, pero ha perdido el horizonte de la construcción política. El peligro es que la resiliencia, entendida como resistencia pasiva, sustituya a la innovación y al liderazgo transformador. La Unión Europea nació como un proyecto de paz y prosperidad, no solo como un escudo frente a las amenazas. Recuperar ese espíritu exige situar de nuevo en el centro la competitividad, la sostenibilidad y la cohesión. De lo contrario, la UE corre el riesgo de reducirse a un fortín preocupado por resistir, en lugar de un actor global capaz de inspirar. Copenhague ha sido un recordatorio claro: Europa está a la defensiva, y debe decidir si ese es el papel que quiere jugar en la historia.