L Athletic ha sido capaz de lo mejor y de lo peor. Sus hazañas se mezclan en la memoria con grandes fiascos, los triunfos señalados se alternan con derrotas inexplicables; lo mismo destroza a un ogro que se deja comer la tostada por el último de la fila. Es su sino intercalar actuaciones que no guardan relación entre sí con una facilidad pasmosa, la historia nos lo recuerda con cientos de ejemplos, y sin embargo esa dualidad continúa sorprendiendo.

Un matagigantes con alma de samaritano es el Athletic. De repente, cuando nadie le tiene demasiada confianza se merienda al Madrid y al Barcelona como quien no quiere la cosa y sale campeón. Ocurrió hace un par de meses y aquello se interpretó como el punto de inflexión que le rescataba de una existencia anodina para impulsarle hacia la gloria. En las semanas posteriores y no sin ciertas apreturas, confirmó que había interiorizado su condición de implacable competidor con el acceso a una final de Copa que se agregaba a la aplazada desde el curso anterior, creando así un escenario único a degustar en abril.

Esta sucesión de acontecimientos dio rienda suelta a una euforia que el propio Athletic se ha encargado de rebajar con una serie de partidos donde se han detectado signos de debilidad. No ha cometido pifias graves, sencillamente sus resultados no siguen la estela del éxito que muchos pensaron o quisieron pensar que había venido para quedarse. Su eficacia se ha resentido, asoman defectos que se creían subsanados y vuelve a suscitar dudas. Todo ello se refleja en la ristra de empates que colecciona, tendencia que de momento culmina ante un Eibar de capa caída.

El equipo ha aguado el vino de las celebraciones anticipadas a que dio pie su presencia en los eventos del 3 y el 17 de abril. Afectado por una especie de bajada de tensión, ha conseguido que se empiece a cuestionar su crédito. Ya no está tan claro que además de, por supuesto, doblegar al vecino mereciese la pena apostar a que le arruinaría la temporada a su verdugo habitual en este tipo de citas, ¿por qué no, si ya le dejó con un palmo de narices en la Supercopa? Los exaltados pronósticos que se lanzaban a los cuatro vientos se han transformado en vaticinios realizados con la boca pequeña, cuando no en un simple y prudente cálculo de probabilidades.

El temor a sufrir una decepción se abre paso al observar cómo decae la fiabilidad de la fórmula de Marcelino. Pese a que el Athletic se esfuerza en ser fiel a un estilo ambicioso y cultiva su vocación ofensiva, le acaba condenando la impericia. De nuevo, como en la etapa precedente, la falta de resolución en el último tercio del campo le convierte en previsible; cualquier adversario le pone en evidencia y a veces hasta en serios aprietos. Conserva una solidez contrastada sin balón, característica que ya le distinguía antes de la llegada del asturiano, si bien el blindaje de su portería a menudo resulta imposible por culpa del despiste esporádico, rémora que le persigue desde el verano de 2019.

Las inseguridades que han aflorado en vísperas de las finales están más justificadas que las irrefrenables expectativas con gabarras al fondo. Sería ridículo negar que el equipo ha decaído, pero se trata de un proceso bastante normal y que tampoco debería alimentar el pesimismo. Lo extraordinario fue el desarrollo de la Supercopa, la explosión colectiva de genio y decisión que provocó el relevo en el banquillo, el brillante comportamiento de los jugadores que asumieron el liderazgo sobre el verde. Picar tan alto de entrada le dio un margen estupendo a Marcelino para ir dando forma a su proyecto, pero a Marcelino no se le contrató para conquistar la Supercopa o para firmar el triplete. Su misión consistía y consiste en enderezar el rumbo del Athletic, dotarle de recursos para que sea regular y atractivo. Y esto requiere más tiempo que tres meses plagados de compromisos en la cumbre.