UEDARSE sin fútbol no es lo peor que nos puede pasar en las actuales circunstancias. Solo se trata de una limitación más, igual de pasajera que el resto de las actividades afectadas por las medidas que paulatinamente han ido adoptando las autoridades. El propio mundo del fútbol se anticipó ligeramente a la crisis sanitaria introduciendo sucesivas restricciones, en algunos casos de difícil comprensión, que se fueron ampliando hasta desembocar en la única decisión posible: no se juega y punto.

La parte más compleja del periodo de abstinencia tiene que ver con la imposibilidad de conocer su duración, por lo que resulta inviable elaborar nuevos calendarios para recuperar los partidos suspendidos. Esa espera recién iniciada ya se ha visto amenizada por diversas polémicas. Destaca la creada por las tres alternativas para la final de Copa barajadas por Luis Rubiales. Lógicamente en clave de mera hipótesis, el dirigente de la RFEF habló de la modalidad normal, partido con público, de la opción de que se celebrase a puerta cerrada y también de que el evento quedase suspendido.

De inmediato brotaron críticas de toda índole y no es de extrañar. Acaso Rubiales, en su afán por ser claro o didáctico, se equivocó de mensaje. Podía habérselo ahorrado, puesto que en realidad esa exposición de las soluciones analizadas por el organismo que representa no pasa de ser un ejercicio gratuito de supuesta previsión. Hablar por hablar para transmitir la sensación de que algo se está haciendo, es una mala elección en un contexto de absoluta incertidumbre. Mientras no haya una fecha válida para reanudar las competiciones, carece de fundamento abrir un abanico de posibilidades que viene situar en un mismo plano iniciativas que no guardan relación alguna entre sí y que catalogaríamos como la idónea, la mala y la inadmisible.

Verdad es que Rubiales matizó parcialmente sus palabras cuando aseguró que su máximo interés es desarrollar el primero de los escenarios, a fin de darle a la final de Copa el tratamiento que por su jerarquía merece. Esto se sobreentiende, pero entonces a santo de qué alentar, por ejemplo, una final con las gradas vacías. Al margen de que se trata de una medida antinatura, puesto que el fútbol pierde su sentido sin la participación presencial del aficionado, resulta que dicha fórmula acaba de desestimarse por su incoherencia. El riesgo de contagio en un partido no afecta únicamente al público, expone a los jugadores, técnicos, médicos y demás personal de los clubes implicados, así como a los árbitros y los profesionales que intervienen la logística, como técnicos de televisión o empleados del estadio.

Lo de suspender la final sería aceptable si idéntico criterio se aplicase al resto de los campeonatos domésticos. No obstante, eso significaría que la sociedad es incapaz de combatir y derrotar al virus de marras, y que el calendario avanza en exceso imposibilitando materialmente que se jueguen los compromisos pendientes. Una probabilidad que en el peor de los casos podría eludirse trasladando la Eurocopa al año que viene.