LOS electores estamos sometidos a ese gran estrés que nos genera estar votando cada pocos meses: cuando no es para elegir a nuestros representantes, para dar luz verde a sus decisiones. La ansiedad ha llegado a 2020, ahora que ya se nos anuncia una investidura inminente con aperitivo en el programa de gobierno de un señor que ni siquiera ha sido investido por el Congreso. Pero sí, claro que se puede. Se puede estar meses pariendo después de que el bebé asome la cabeza con un pacto para un gobierno de coalición y el resto de las semanas mantener un suspense cosido a base de Twitter, reuniones con fotos, reuniones sin fotos, días con sus horas, inminencia y semanas decisivas. Esto se nos está haciendo tan largo que ya no quedan ganas ni de aplaudir y mira que casi casi habrá presidente la noche de Reyes, con la ilusión que hace eso. El asunto deja un estado de ánimo extraño, de que, o todo dura dos días o de que se puede alargar hasta la eternidad, vamos, hasta el 7 de enero mismo. Votamos en abril, en noviembre y aquí estamos, como maceros, con la maza del poder pero observando un parto proceloso que, como el de los montes, alumbrará ¡albricias! un gobierno en precario que deberá volver a los malabarismos para sobrevivir. Da una pereza tan tremenda que hasta al webmaster de Moncloa le da flojera cambiar aquello del gobierno en funciones que lleva ahí desde que a Sánchez no le había germinado ni el mechón. Es el nuevo año y el primer nacido vendrá con ministerios bajo el brazo, pese a que el parto hiciera ventosa durante semanas y necesitara de instrumental sin tregua. Qué será cuando le salgan los dientes.