el 155 da votos, aunque vaya por la sombra. Pedro Sánchez lo sabe y el independentismo catalán, también. Los extremos siempre tienden a retroalimentarse en sus disputas. Se acabaron los tiempos de la apelación al diálogo, del Estado plurinacional, del relator frustrado y de los 21 polémicos puntos de la cita bilateral de Pedralbes. Cada uno a su trinchera, incluida la mediática que siempre cuenta para las grandes ocasiones. Todos preparados para el zafarrancho que se avecina. Unos, amalgamando la rebelión social e institucional porque les va su futuro en el envite. Otros, perfilando la mano dura para sostener la contestación, que les puede amargar. Llega el auténtico choque de trenes. La inminente sentencia del procés enardecerá al personal hasta límites temerarios. El ostensible pinchazo en el aniversario del fatídico 1-O representa una engañosa imagen para quienes se ufanan en creer, sobre todo lejos de Catalunya, que el soberanismo ha doblado su espinazo por culpa de su evidente división interna y del creciente hastío por sus pírricas conquistas. La resolución del Tribunal Supremo agriará la vida política más allá de la formación del próximo Gobierno central, que en principio liderará Pedro Sánchez y quizá con la abstención de la derecha en su investidura.

No es descartable que la insurrección por los años de cárcel al generalato independentista desestabilice la paciencia del Estado español, sobre todo en periodo electoral. Constituye la ocasión propicia para que el constitucionalismo una a los tres principales partidos -Pablo Iglesias y Errejón seguirán a lo suyo y pendientes de Ada Colau- en la defensa compartida de la unidad de la patria. Y es ahí donde cada candidato se desbocará exigiendo más firmeza que nadie ante las revueltas. Sánchez ya se viene entrenando para la ocasión. Unos días habla de la Ley de Seguridad Nacional -su normativa obliga a contar con las autoridades de la autonomía insurrecta- y otros del 155, que llega mucho más fácil a la fibra españolista. En esencia, el caldo suficiente para que el partido ganador de las elecciones -el PSOE- reclame del principal partido de la oposición -el PP- una unidad de acción para hacer frente al auténtico asunto de Estado que supondría en esos momentos la exaltación catalana.

Al hacer sus cuentas, mientras manipula las ayudas retenidas a las comunidades autónomas y reduce a un único debate televisivo el contraste de ideas, Sánchez ha puesto a funcionar rápidamente el maquiavelismo electoral. Ha elegido el espejo de Catalunya porque sabe que su reflejo llega a las cuatro esquinas del país. Lo ha hecho con la lección aprendida, nada de paños calientes para adornar su discurso, porque en unas generales votan todos los españoles y siempre la imagen del orden y la autoridad se valoran. Por eso ha decidido espolvorear la amenaza del 155. El candidato socialista sabe perfectamente que hasta la próxima constitución del Senado no lo podría aplicar, pero lo esgrime una y otra vez consciente de que una significativa mayoría de españoles apoya el látigo contra los independentistas.

Sánchez solo vive para seguir gobernando y no quiere turbulencias a su alrededor. Por eso hace oídos sordos al efecto tan nocivo de la inevitable contracción económica que empieza a apoderarse del ciudadano medio. El resto de sus rivales, lo mismo. Que la realidad no mate nuestra ilusión, parece decir una clase política de tan corto alcance. Aunque es un hecho innegable que la creación de empleo empieza a toser, que EE.UU. golpea a sectores productivos españoles, que el crecimiento ya no será el previsto y que el Brexit camina hacia el abismo, la España en funciones prefiere mirarse en el ombligo de los escaños de Iñigo Errejón, en la catarata de maniobras electoralistas desde La Moncloa, en saber cuántos senadores le quita Vox a sus socios y, sobre todo, en prever hasta dónde llegará el desgarro por la sentencia del Tribunal Supremo a los líderes del procés.

Curiosamente, ante los efectos de la nebulosa catalana, del castigo económico y del miedo a la abstención, la derecha se ha crecido. En Madrid empieza a correr un suave murmullo esperanzador para la suerte de un Pablo Casado cada vez más acertado en su idea de contener los exabruptos y moderar su discurso, desoyendo por fin a Teodoro García Egea. Al hacerlo, deja que del contrapeso electoral de Vox se ocupe el cerebro plano y la voz fascista de Isabel Díaz Ayuso, temerosa de que en 2019 la izquierda vaya a quemar iglesias.