Las rebeliones de larga duración -al igual que las guerras y las cruzadas- acaban cambiando el impulso idealista del inicio por los intereses materiales y el oportunismo individual. Los actuales disturbios de Hong Kong son un ejemplo más de ese fenómeno.

Y es que lo que comenzó como una protesta masiva en defensa de los privilegios y libertades de la excolonia británica en el seno de una China comunista, va mostrando día a día más que lo que alimenta sobre todo el movimiento de protesta son los intereses materiales de los habitantes de Hong Kong. Por si no bastara, también se muestran cada vez más motivaciones racistas en el motor revolucionario.

En realidad esta crisis estaba programada.

El acuerdo Londres-Pekín para el retorno de la excolonia a la soberanía china generaba un quiste políticoeconómico en la estructura de la República Popular. Hong Kong gozaba así de una autonomía única en China, amén de unos privilegios económicos heredados de la era colonial. Y esto no podía ser.

El comunismo chino ha aprendido muchas cosas del hundimiento del comunismo estalinista a finales del siglo pasado. Y las dos consecuencias más importantes fueron que para subsistir, el comunismo chino tenía que liberalizar al máximo la economía, pero manteniéndola sometida al poder político. Y este tenía que ser máximo, absoluto sin glasnost ni perestroika, para que el partido no corriese la misma suerte que su hermano soviético.

Con tal planteamiento, la fórmula ideada para la excolonia solo podía funcionar si las libertades democráticas de Hong Kong se reducían en la práctica a una farsa y su desarrollo económico no se salía de la órbita política.

Pekín podría haberlo conseguido, de no haber sido por las secuelas inevitables de una economía de mercado que no casa ni con calzador con un monopolio del poder. Y como en Hong Kong este monopolio es más débil que en el resto de la República, la crisis ha salido primero aquí.

La riqueza del mercado hongkonés atrajo a la excolonia alud de pequeños comerciantes y asalariados de la China continental, así como a grandes empresarios que se precipitaron sobre el escaso mercado inmobiliario.

La consecuencia fue para los habitantes de la excolonia un endurecimiento cruel del mercado laboral y del pequeño comercio, al tiempo que los precios de vivienda, tiendas y oficinas desbordaban todos los parámetros habidos hasta ahora. Esto ha generado una irritación creciente y con ella, un brote cada vez mayor de racismo; de un racismo que, curiosamente, ha adoptado tintes antichinos en una minúscula parte de China.

Naturalmente, en la crisis actual intervienen otros mucho factores; de los cuales, uno de los más importantes es el de la delincuencia organizada -fuertemente afincada en la excolonia- y que se veía en peligro con las nuevas normas de extradición.

Pero quizá el factor más alarmante de esta crisis sea la perplejidad del Partido Comunista chino. Lo de Hong Kong sería un sarpullido sin más, si no fuera el primer síntoma de que el maridaje entre absolutismo y libertad de empresa -inventado para no correr el mismo sino que el comunismo ruso- está entrando en crisis. Y un Gobierno que se siente amenazado sin saber cómo atajar la amenaza supone un riesgo enorme; para él, para los disidentes y, dada las dimensiones de China, para gran parte de Asia.