L consumo en el comercio tiene una edición príncipe, dicho sea en el argot libresco, en la que la persona compradora aprecia el trato personalizado, el detalle desde que entra en la tienda hasta que se va, el ser aconsejado con buen criterio o el poder elegir a su libre albedrío midiendo las tallas, las telas o el diseño. Es, por decirlo de alguna manera, la aristocracia del consumo donde el precio es la última variable. Como ocurre con la nobleza de sangre azul, cada vez hay menos gente así, incluso entre quienes pudieran, por bolsa o por cuna, comportarse de ese modo.

Hoy las modas y las corrientes son otras, como en la literatura. Ediciones de tapa blanda, De bolsillo, sí, pero lecturas. Se aprecia el no tener que desplazarse para la selección. Uno ojea lo que hay a través de Internet (también hay catálogos de alto caché en ese campo abierto...) y, sobre todo, son legión quienes aprecian el ahorro. Ya no se aprecia -no, al menos, como se valoraba tiempo atrás...-, que sé yo, una corbata de seda china, una falda de cachemira o un abrigo de visón. No se marca la distancia en el vestuario. O, mejor dicho, sí se marca, pero sin ostentación.

Descrito así el paisaje, los Bonos Bilbao que nacieron para resucitar el comercio, paralizado por la pandemia, fueron acogidos en su primer nacimiento con los brazos abiertos: 64.000 distribuidos en 24 horas. La criatura cautivó por su agilidad y su atractivo. El comercio, rasgo de carácter de Bilbao desde tiempos inmemoriales, siempre atrajo. Si ahora se acaba de diseñar un plan que facilita la compraventa, es lógico que atraiga aún más. El comerciante puede lanzar la oferta a la gente que le interesa su producto, puede mostrar sus ofertas sin pérdidas de tiempos y de espacios, intuye que quien adquiere el bono consume. A mejor precio, pero consume. Y mientras, tanto, quienes salen a la caza y captura de sus necesidades y sus caprichos saben que siempre encontrarán algo a medida.