S posible tener como precursoras de la fabricación a escala industrial de medicamentos, las actividades de Carlos II, El Hechizado, en la España del siglo XVII, allá en el laboratorio de alquimia que había construido Felipe II junto al monasterio de El Escorial, con la idea de obtener oro con el que financiar sus campañas político-militares? Quizás, echándole la dosis justa de imaginación. Juguemos a que sí. Si lo damos por cierto, la convicción de que la alquimia podía fabricar oro molido, la imagen es una buena metáfora de la industria farmacéutica de hoy en día, muy tecnologizada y conocedora de un sinfín de secretos para la sanación, y empeñada en sacar oro (una auténtica fortuna, digámoslo así...) de debajo de las piedras.

Primero fue el milagro y tiempo más tarde, el afanoso empeño de ordeñar todo el rebaño. No por nada, en términos científicos debiera aplaudirse la asombrosa capacidad de encontrar una vacuna eficaz contra el covid en un santiamén. Han sido capaces de lograrlo no pocas empresas farmacéuticas de nuestra era. ¡Plas, plas! ¿Cuál es el problema, entonces? Confirmado que la vacuna es la mano de santo que puede devolvernos al viejo estilo de vida (o uno semejante, por lo menos...), es lógico que se esperase con ansiedad. A la vista de esa necesidad perentoria de alcanzar eso que llaman la inmunidad de rebaño, las farmacéuticas han abierto los ojos como los abría el tío Gilito a la vista de un billete de 10 dólares. Con codicia. Con tanta, que han apostado por convertir los contratos firmados con la vieja Europa en papel mojado, aún a sabiendas de que van contra la ley. Da la sensación de que pretenden sacar la última gota de oro a cada miembro del rebaño. En su ignorancia, uno tiene la tentación de pensar que prefieren pagar la multa que les corresponda a renunciar a las todopoderosas pujas de una hipotética subasta en el ancho mundo. Quieren el oro. Están hechizados por la codicia, como el ingenuo Carlos.

Y mientras gobiernos y empresas se zafan en discusiones peregrinas del donde dije digo, digo Diego; mientras se anuncian retrasos y se presencia, sin disimulo, la práctica de ese pecado universal de no pocos gobernantes de colarse en la cola, la ciudadanía de a pie mira con asombro el triste espectáculo. Ven, vemos, cómo se retrasa la vacunación masiva. Juran, juramos, en aremeo, pero... ¿qué otra salida nos queda?