NVOCADA la santa resignación y su apóstol, la paciencia, uno observa que la pregunta del año ha mutado como cambia nuestro paisaje con la invasión de los plumeros de la Pampa, una lacra para la tierra y para quienes se regodean, nos regodeamos, con la observación de la naturaleza. La pregunta, les decía, hoy es otra. Ha pasado del cuándo al cuánto. Ya sabemos que el regreso a los viejos tiempos no tiene fecha de vencimiento. Con la pandemia haciendo de las suyas, bien haríamos en dejar de preguntarnos cuándo volverán las cosas a su ser. No conviene flagelarse con esa fecha. Lo preocupante ahora es saber cuánto. Cuánto nos quedará del ayer, qué Bilbao nos aguarda cuando por fin llegue la hora.

Recién llegado de un paseo por la Plaza Nueva aparezco a orillas del teclado con los pelos como escarpias. En el legendario Café Bilbao un cartel reza Se vende y no es el único en el cuadrilátero. Son varios los locales que besan la lona, varios cuyos propietarios arrojan la toalla. ¿Qué Bilbao nos quedará entonces, cuando se abra la caja de las sorpresas? No podemos verlo con la perspectiva de la distancia porque el satélite forjado aquí, bien cerca, Ingenio, se ha perdido en apenas ocho minutos. El descojone, con perdón.

¿Habrá que conformarse con lo que nos quede después de la tormenta? No queda otra. Al menos llega un goteo de informaciones que nos invitan a entonar un aleluya. O mejor dicho, un ¡uf! de alivio. La idea de ampliar el arco de seguridad en los casos de malos tratos al quebrarse el frágil cristal de la igualdad, extendiéndose hasta el cuidado de la infancia que ha sido testigo (cuando no otro saco de las hostias, que hay bestias pardas que a todo llegan...) suena bien. O al menos suena a justo. Confiemos en que eso que nos quede para mañana tenga, al menos, alguna que otra historia que celebrar. Duele pensar en que nos aguarda un valle de lágrimas.