A primera hora de la mañana, unos operarios instalan una cabina telefónica en medio de una plaza. Poco después pasa por allí un hombre que acompaña a su hijo a la parada del autobús escolar. Cuando su hijo se va en el autobús, el hombre cruza junto a la cabina y decide entrar a realizar una llamada. Sin que se dé cuenta, la puerta se cierra tras él. El hombre comprueba que el teléfono no funciona y se dispone a salir, pero descubre que la puerta está atascada y no se abre. Una cabina pintada de rojo que angustiaba solo con verla, ¿se acuerdan?

A nada que usted tenga cierta edad lo habrá adivinado. Les hablo de La cabina, la legendaria película de Antonio Mercero que consagró a José Luis López Vázquez y que hizo de la claustrofobia un sentimiento propio de los más terroríficos terrores, si es que me lo permiten decir así. La obra, recordarán, fue celebrada dentro y fuera de sus fronteras, llegando a ser premiada con el Emmy al mejor programa de ficción en 1973. Con este galardón fue premiada no solo su excelente ejecución y la magistral interpretación de José Luis López Vázquez, sino su inteligente y velado reflejo de la realidad de un país asfixiado bajo el yugo de una dictadura.

Los tiempos son otros y las cabinas de teléfonos, que hace tiempo que no se cierran sino que permiten comunicarse al aire libre, ya no son sino las ruinas del pasado, la Acrópolis de unas ciudades que pugnaban por dar a la ciudadanía los mejores servicios. El teléfono móvil dictó su sentencia de muerte útil y ahora se plantea su desaparición a corto y medio plazo. ¿Es necesario? Es una pregunta curiosa. Tan cierto es que cada metro cuadrado de una ciudad tiene un valor como que, por ejemplo, la grúa Carola se ha convertido en un icono de Bilbao. Y hace tiempo que no sube nada.