ES curioso ver la gente estos días: apelotonada frente a la caja registradora, arremolinada en los semáforos más estratégicos o golpeándose con las bolsas, como si en ellas llevasen autos de choque. Fue el de ayer un cruce ce caminos entre los peregrinos del consumo. Por un lado, los feligreses de Santa Devolución, en la hagiografía del consumo tras los regalos de Olentzero y Reyes; por el otro, los cazadores de oportunidades al acecho: por todos, como diría el genio de Quevedo, "érase una bolsa a una persona pegada". Es curioso, digo, ver cómo por ahorrar dinero, la gente está dispuesta a pagar cualquier precio.

Quienes más saben de estas materias lo repiten año tras año: una ganga no es una ganga a menos que sea algo que necesites. He ahí lo que dicen los libros de texto, la teoría. Luego llega la hora del examen y... ¡zas! ¡Venga un borrón por aquí, vengan los nervios por allá! En estos días ocurre lo que pasa en tantos lugares: hay menos alegría en la taberna que en el camino que conduce a ella. Ves al acompañante encabronado (son, somos, inmensa mayoría...), a ella o a él indecisos con tres o cuatro precios prodigiosos entre los brazos; a la infancia rodando por los suelos sin saber qué hacer ya, derretidos de puro aburrimiento. Incluso a los adoradores y las adoradoras del Santo Descuento estresados, de acá para allá como integrantes de un gran hormiguero. Ves a los comerciantes que no dan más de si, a un paso de la bombona de oxígeno.

El paisaje no es alentador pese a que luego las rebajas den de sí para una entretenida charla de café. No es el mejor de los viajes. Nunca se empieza de nuevo. Ese es el quid. Cada paso que uno da hacia un stand, hacia un comercio, es para siempre. No puedes eliminarlo pero él sí que elimina una oportunidad. Y ahí está el dilema: que yo gire a la izquierda y hacia la derecha seguro que...