LOS nombres son aterradores, su mera mención provoca que uno ponga pies en polvorosa, tranque las puertas de casa con cerrojos de cámara acorazada y se encomiende al santo patrón de la fe que profese, incluso cuando no profese fe alguna. Les hablo de los Trinitarios, Dominicans Don’t Play, la Mara Salvatrucha o Bloods Gang y otras muchas, bandas criminales urbanas todas ellas, que siembran el pánico allá donde se asientan. La selección de los nombrados proviene de Nueva York con la esperanza de que allí, en el Bronx, no lean DEIA en el desayuno y no se ofendan.

Para la gente profana en asuntos forestales la banda marrón tiene uno de esos nombres que invitan a pensar en una pandilla de cuidado. Lo es. No en vano llegó a los bosques que nos rodean a lomos de una especie ajena, procedente en este caso de California a finales del siglo XIX, el pino insignis o pinus radiata que trajo consigo la peligrosa amenaza, una suerte de scarface que impone la ley del terror por las calles vegetales de la naturaleza.

La banda marrón, ni más ni menos. Se hace necesario encararse a esos hongos de la peor calaña. En los últimos tiempos ha crecido el número de afectados que piden recursos. No se trata de poner cámaras de videovigilancia ni de formar cuadrillas que se paseen por los bosques bate de béisbol en ristre. Al parecer la única defensa eficaz radica en la aplicación de los productos fitosanitarios derivados o con materia activa del óxido cuproso, una solución controvertida para la recuperación de bosques de coníferas. La aplicación ha de ser meticulosa, habida cuenta que el óxido de cobre es, al parecer, una amenaza medioambiental si se esparce de manera indiscriminada. Puede envenenar el agua e intoxicar el aire que respiras si le das rienda suelta. Ya ven, incluso en los dominios de la madre naturaleza nuestra se libran ya batallas de alto calado. Las cosas no van como debieran.