AÑO tras año se repite la misma canción protesta: llega la hora de levantar el vuelo y un puñado de gente que trabaja en los aeropuertos -pilotos, controladores, gente de la limpieza, o como ocurre ahora, gente que se dedica al mantenimiento de la pasarelas deslizantes, los finger... ¡quien sea!- amenazan, protestan, piden una subida, otras condiciones laborales. Su arma favorita de reivindicación son los pasajeros, lo que me van a perdonar, es una putada de padre y muy señor mío para los señores viajeros, para las señoras pasajeras, para los niños y niñas trotamundos... ¡incluso para las mascotas que viajan en la bodega!

Tendrán sus razones, no lo niego. Igual que las pueden tener, qué sé yo, en los despachos de una notaría, en la cafetería donde toma su café de primera hora, en los andamios y en las zanjas. Y claro que ha de defenderse el derecho a la protesta, la huelga. Faltaría más. La diferencia estriba en que mientras los segundos, aun invocando su derecho al pataleo con todas las de la ley, sus quejas no afectan a la inmensa mayoría, no hacen la puñeta al vecino del quinto, no joden la marrana, dicho sea con perdón de los sensibles lectores y las impresionables lectoras.

Señores y señoras del finger: me solidarizo con todos ustedes. Firmo sus manifiestos y aplaudo sus derechos. Es más, salvo contratiempo o acontecimiento inesperado, mi intención es no volar en estas dos semanas con apellido: la Santa y la de Pascua. No viviré el infierno de los embarques, las esperas, los apretujones o los botellines de agua a tropecientos el mililitro. Vamos, que no hablo desde el despecho ni como afectado. Les hablo como ciudadano al que cada vez le molesta más el uso de sus derechos o de sus necesidades como arma arrojadiza de otros para plantarse ante unos terceros. Hartos de escuchar la misma cantinela, de ser ratón de laboratorio.