UNA muchedumbre se pone en marcha cada vez que el calendario se viste de rojo, como si mucha gente tuviese miedo a oxidarse si se para y descansa. Tomarse un respiro se ha convertido, así lo parece, en un cambio de aires, como si el oxígeno que a uno le falta no pudiese encontrarse a la vuelta de la esquina. Lo curioso del caso es que uno elige un destino, sea el que sea, y observa cómo los habitantes de ese lugar parten en busca de otras tierras. ¿Acaso no era allí, en las playas de no sé dónde hacia donde parto el mismo miércoles, en cuanto salga de trabajar, o frente al monumento no sé cuál, que tengo que visitarlo y fotografiarlo de cabo a rabo, donde se hallaba la paz y el sosiego...? Cuesta entenderlo, máxime cuando te cruzas con ese fulano, ¡no me jodas!, que viene a tu ciudad de visita. ¿Qué querrán ver?, se preguntan los hombres y mujeres de culo inquieto.

Da la impresión, por estas fechas, que el tiempo de ocio que no se emplea se malgasta. Averiado por falta de uso, es el cartel que le cuelgan. Y así, el personal emprende la larga marcha que conlleva el largo retorno con una sonrisa en la boca. En otro confín siempre pasan cosas más interesantes, parecen pensar.

“Soy rey de mi voluntad, no me la ocupan negocios, y ser muy rico de ocios es suma felicidad” recitó el Fénix de los ingenios, el gran Lope de Vega, siglos atrás. Con ello queda claro que la consideración del tiempo libre como uno de los grandes tesoros del ser humano es una vieja verdad.

No es este un alegato contra los viajes exprés de Semana Santa que bien están si se hacen con sentido, sino contra esa sensación de que el descanso ha de ser móvil. En estos días la pregunta no es qué harás en tu tiempo libre sino dónde vas. Y lo que es peor. Si dices que te quedas en casa te miran con conmiseración, como si fueses un perro apaleado.