EL maestro Gonzalo Torrente Ballester describió la escena ambientada en la corte española del siglo XVII en la que el rey Felipe IV, en una escapada con el conde de Peña Andrada, contempló el cuerpo desnudo con medias rojas de la prostituta Marfisa y tras el descubrimiento quedó alelado de por vida, en un aturdimiento persistente que le valió el apodo de El Pasmado. O sea, que a partir de aquella visión actuó como un autómata en perpetua vacuidad. El título de la magnífica novela de Torrente Ballester es Crónica del rey pasmado, y recomiendo que se lea y regale en estas fechas navideñas.

Tengo por costumbre no escuchar el discurso que, antes el emérito y ahora don Felipe, dedican los Borbones con toda la alharaca de radios y televisiones a un personal mayoritariamente ocupado en vigilar el horno o preparar los langostinos. Y aunque uno pretenda huir de la alocución, no puede librarse de repeticiones, referencias y comentarios posteriores sobre lo que Felipe VI leyó con pretendido aire hogareño y fondo de banderas y belenes. Así que me di por enterado. Y no me gustó.

El rey español dio la exacta imagen de pasmado en una plática atemporal en la que fue soltando como ristra de morcillas un cúmulo de obviedades, simplezas y lugares comunes propios de un discurso navideño a la vieja usanza. El rey pasmado cumplió el protocolo pasando por encima de la realidad como de puntillas, limitándose a repartir como aguinaldo deseos de buena voluntad y felicitaciones del vecino de la escalera.

En un momento convulso e incierto por el que atraviesa ahora la situación política y económica, el nuevo Borbón hizo juegos malabares para no complicarse la vida intentando evitar que de un extremo o de otro pudieran cebarse con él. Le convenía más dar la imagen de pasmado que arriesgarse a que esa mayoría denominada constitucionalista pudiera dedicarle un capón. Y en intento ridículo de quedar bien en un ambiente con Catalunya al rojo vivo, recurrió al topicazo de "la diversidad territorial que nos define y la unidad que nos da fuerza", o sea, la España Una y el sano regionalismo de tiempos del Movimiento. Felipe VI optó por un discurso de apaño y aferrarse al capote inexpugnable de la Constitución, la Carta Magna que le llaman, documento eterno que hay que proteger, defender y, si fuera preciso, reformar pero siempre que no se toque la perpetuación de una figura tan antidemocrática como la suya. La Constitución, por la cuenta que le trae. En ese pasmo constitucional se entretuvo media docena de veces, por supuesto sin ninguna alusión a que pudiera reformarse el modelo de Estado para dar encaje a la diversidad territorial y social. El Borbón pasmado ni siquiera rozó la violencia machista y al referirse a la inmigración su discurso dejó caer una leve referencia a los "movimientos migratorios" desprovista de humanización o de tragedia. En resumen, que despachó un discurso plano, atemporal, sin emociones, ni riesgos, ni arranque, un discurso que con algún leve retoque podría haber pronunciado su hija Leonor, o un jardinero de La Zarzuela. Una vez más, visto lo visto y comprobado el pasmo que ni siquiera es capaz de percibir la realidad, hay que concluir que el rey es absolutamente prescindible.

Por supuesto, no opinarán así los que tras el discurso quedaron encantados, reverentes ante una monarquía que consideran intocable. La verdad, es descorazonador el servilismo y la escandalosa ausencia de crítica que se prodigaron en la mayoría de medios de comunicación y en los comentarios de creadores de opinión, para quienes los borbones, emérito o en ejercicio, siempre pronuncian el discurso perfecto, adecuado y oportuno sean cuales sean las circunstancias. Basta con escuchar que lo hacen "llenos de orgullo y satisfacción", que es lo suyo.