EL último episodio de Angela Merkel al rescate de los valores democráticos europeos supone la enésima ocasión que la Canciller alemana tiene que salir al paso de las tentaciones ultras y eurófobas de adversarios y de sus propios compañeros de formación política. El terremoto se producía en el Estado federal de Turingia, donde tras las elecciones, democristianos y liberales se valían de los votos de los ultraderechistas de la AfD, Alternativa por Alemania, para desbancar al gobierno de izquierdas. Una situación histórica que llevó a Merkel a calificar la decisión de imperdonable y que obligó a que su partido, la CDU, diera marcha atrás en 24 horas forzando la dimisión del nuevo presidente liberal. Pero las consecuencias de esta tormenta han ido mucho más lejos. La crisis ha supuesto la dimisión de AKK, Annagret Kramp-Karrenbauer, presidenta de la Unión Democristiana (CDU) y sucesora de Merkel como candidata a la Cancillería.

El cinturón sanitario anti-ultra El telón de fondo de la crisis abierta en Turingia es la decisión de Merkel, defendida en estas dos últimas décadas, de impedir gobernar o que colaboren a la formación de gobiernos, los ultraderechistas que cuestionan el sistema de valores sobre los que se asienta el proyecto europeo: democracia, libertades y derechos humanos. Un objetivo que le ha llevado en reiteradas ocasiones a tener que recurrir a la gran coalición con los socialdemócratas para garantizar la gobernabilidad de Alemania. Y una estrategia que también está teniendo un alto coste electoral, de momento sobre todo para el SPD, pero que poco a poco también está desgastando a los democristianos. Aunque es cierto que Merkel no está sola en esta batalla ya que es férrea y homogénea por el momento la posición del eje franco alemán, pues, en Francia el propio presidente Macron y su novedoso movimiento político nacieron para evitar la posibilidad del acceso al poder en la República de los ultras del Frente Popular.