O han faltado en América Latina los abusos desde el poder. La de la mayoría de sus países es una historia de constante redención y liberación muchas veces frustradas por sus propios errores, por saltar de un déspota de un lado al extremo contrario y por los intereses manipuladores ajenos en los que el poderoso vecino del norte ha incidido en su patio trasero y la respuesta ha consistido demasiadas veces en abrazar los intereses manipuladores de sus antagonistas y, en honrosas ocasiones, una vía propia hacia la democracia. Tenemos, desde nuestra arrogancia europea, la tendencia a resultar paternalistas o militantes. A polarizar nuestra opinión y a ver imperialistas o libertadores sin buscar mucho más. Hoy hablamos de Cuba y a la represión se contrapone el embargo. Objetivamente, el embargo daña la calidad de vida de los cubanos y resulta tan éticamente reprobable que nos congratulamos cuando se suspendió tímidamente durante la presidencia de Barak Obama. Pero, también objetivamente, la suspensión de mecanismos de información, la represión de la disidencia y los llamamientos a sacar a la calle a la ciudadanía afín para reprimir físicamente las protestas de la otra parte de la ciudadanía son profundamente antidemocráticas, por no decir guerracivilistas. No sé por qué algunos ven tan claramente cuando ocurre en Brasil -donde las actitudes populistas de ultraderecha de Bolsonaro le sitúan como enemigo global de las libertades y la igualdad- y cuesta tanto interpretar los mismos indicios en el régimen cubano, en el nigaragüense o en el venezolano. Hay un complejo histórico de una parte de la izquierda que parece necesitar un idealizado emblema revolucionario en sustitución del mayoritario respaldo democrático. La defensa acrítica de los excesos de aquellos que se alzaron contra una injusticia para imponer la suya es su lastre ético.