S curioso esto de la pandemia. Hasta hace poco más de un año, los que juntamos letras sobre la actualidad nos escapábamos del bucle infinito de la política descolgándonos de vez en cuando hacia una temática social, casi costumbrista, y casi siempre inocua. Ahora nos ocurre lo contrario: escapamos de cuando en vez hacia la política para poder liberarnos del bucle pandémico y solazarnos en una versión costumbrista, casi inocua, de la política. Es el caso de este fin de semana, en el que Pedro Sánchez ha querido dotar de una vis pedagógica a su estrategia en la cuestión de Catalunya. Aviso: voy a ser comprensivo pero descreído. Hay que entender que al presidente español le toca ahora jugar a minimizar daños en la recomposición de las mayorías que precisa para gobernar. La suya es una argumentación razonable a la hora de explicar por qué es preciso indultar al rival político y no criminalizar por sistema al divergente. Forzado por las circunstancias, ha adoptado una actitud formalmente valiente frente a la corriente de opinión que también su partido ha colaborado a instaurar en la ciudadanía española y que consiste en determinar las obligaciones y condiciones de ser buen español y las circunstancias por las que un buen ciudadano con una sensibilidad no nacional rojigualda es un peligroso disidente. Durante décadas, otros antes que él condujeron al socialismo español en esa dirección. Les reconocerán porque hoy son jarrones chinos de incontinencia verbal volcada a justificar sus errores y su modelo. En ese marco, tan asentado, se hace difícil no ser descreído con la estrategia de Sánchez, que no suele proyectarse más de una semana en el futuro. Después, se readapta. Lo que no se percibe es ese gran cambio, de la imposición a la adhesión, en el que se pueda cooperar y convivir con España sin compartir su sentimiento nacional, que reclama someter a otros alternativos.