TRAS el 10-N llegaron soflamas al cierre de filas del bloque llamado constitucionalista. A decir verdad, el mantra llegó entre la noche del domingo y la mañana del martes porque el shock a la vista del abrazo de Sánchez e Iglesias dejó a unos sin habla y a otros lanzando espumarajos. Pero los perdedores vuelven a la carga con un discurso tramposo en el que el texto del 78 es más un ariete que un lugar de encuentro. La crisis territorial y la amenaza de la ultraderecha merecen mejor respuesta que la mera interpretación restrictiva de quien pretende terminar la lectura de la Constitución a mitad de su artículo 2 -“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles...”- y obviar la diversidad que se sugiere en la segunda mitad del mismo: “... y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”. Para el anhelo soberanista puede legítimamente no ser suficiente, pero en todo caso existe una base legal objetiva que se hace eco de esa realidad: la Constitución asume que en el Estado hay nacionalidades equiparables a naciones. Así lo entendieron todos en el debate parlamentario del 78. Desde Fraga (AP): “No es el momento de volver sobre el hecho indiscutible de que nación y nacionalidad es lo mismo”; a Peces-Barba (PSOE): “El término nacionalidad es un término sinónimo de nación”; pasando por Solé Tura (PCE): “Se define, en consecuencia, que España es una nación de naciones”. Conscientemente se aprobó y ratificó. El constitucionalismo debe asumir ese valor. Desconocer las realidades nacionales es, de hecho, preconstitucional.