DURANTE la segunda mitad de la semana pasada, a partir de conocerse la posibilidad de que el diálogo político en Catalunya contara con un relator que levantase acta de lo debatido, se multiplicaron en el PSOE las voces de barones como Emiliano García-Page y Javier Lombán y jarrones chinos como Alfonso Guerra y Felipe González. Apocalípticos y avergonzados, su discurso de carga de profundidad alimentó una labor de quinta columna, de zapadores en el seno del sentimiento de la militancia del PSOE, del que solo puede salir beneficiada la derecha que ayer transmitió con claridad su propio mensaje a esos avergonzados en la madrileña Plaza Colón. Un mensaje ante el que la mera percepción de proximidad sí debería provocar vergüenza. Un mensaje de exaltación en lugar de diálogo, de señalamiento en sustitución de la búsqueda de consensos. Es difícil no sentirse disidente de ese modelo de convivencia, de ese proyecto nacional con esos inónicos portavoces. Y, sin embargo, para escarnio del sentido común y del sentido de Estado, los avergonzados de la semana pasada suelen sentirse menos incómodos con el hooliganismo casposo que reptaba ayer por Madrid. No creo que sea por miedo, aunque deberían tenérselo. Quizá por mera desidia, se está produciendo un desvestimiento del discurso de principios democráticos para envolverse en banderas rojigualdas, bajo las que late una enmienda a la totalidad de la transición. Esos próceres socialistas deberían ser conscientes de que al primar su antagonismo a Sánchez no protegen un modelo de convivencia, sino el desmantelamiento de los últimos hilos que lo sostienen.