sOLO queda una estadística con la que sacar pecho. Cuatro goles en ocho partidos hablan muy bien del sistema defensivo, pero ya aparecen un par de derrotas en el casillero, el gol propio sigue escaseando y San Mamés ha dejado de ser inexpugnable. Los últimos acontecimientos nos sitúan ante la cruda realidad de un campeonato donde no habría por qué pasar apuros, aunque es obvio que se deben conjugar prestaciones más diversificadas para huir del gris o dar un poco de realce a la temporada.

En pleno bajón de ánimo, acentuado por la imposibilidad de desquitarse en quince días, se antoja oportuno barnizar con un tono constructivo la obligada reflexión que sigue a dos decepciones consecutivas. De entrada, apuntar que el Athletic posee la ventaja de que sus defectos están perfectamente detectados. Sabe en qué aspectos ha de incidir a fin de mejorar e incluso sabe cómo hacerlo puesto que en ocasiones realiza con suficiente eficacia aquellas cosas que se echan en falta.

A ver, hasta el entrenador lo dice abiertamente: las garantías que el equipo ofrece sin balón, no son tales con balón. El lamento de Garitano por el alto porcentaje de decisiones erróneas de medio campo hacia adelante ha devenido en cantinela. Hay veces en que lo comenta de pasada y veces en que carga las tintas en torno a un déficit que vulgariza en exceso la imagen del Athletic. El grado de decepción expresado suele depender del signo del resultado, pero sumados unos días y los otros esto de fallar en la circulación de la pelota y malgastar turnos en ataque se repite como el ajo.

Está visto que el escenario influye una barbaridad en el rendimiento. El misterio a resolver es: ¿por qué el Athletic defiende bien en su campo y fuera, pero solo ataca bien o aceptablemente en su campo y fuera da pena? Si defiende bien siempre o casi, debería atacar o crear juego de forma siquiera similar sin reparar en dónde actúa. La disculpa viajera de que el rival también juega o sus virtudes impiden que nosotros hagamos lo nuestro, por sí sola no se sostiene. Toca cruzarse con todos los rivales aquí y allí. Lo que cambia es la versión del Athletic, según le toque jugar aquí o allí.

La posibilidad de que el equipo sea más fiel a sí mismo, claro está tomando como referencia su mejor perfil, existe y debería trascender al escenario. No es un objetivo descabellado. El Athletic que se lanza al cuello del Barcelona, la Real o el Alavés, apenas guarda parecido con el que comparece en Son Moix, Butarque y Balaídos. Tres estadios donde objetivamente un aspirante a vivir en la zona noble de la tabla tiene que acreditar dicha condición.

Nueve puntos sobre doce hacen un balance interesante como local; tres puntos de doce posibles como visitante, en absoluto. Menos todavía si reparamos en la identidad y las circunstancias de los anfitriones. Es fútbol-ficción, pero cuesta imaginar que al Athletic le hubiese ido peor de haber afrontado cada desplazamiento con el espíritu casero, sin punto de comparación al exhibido ante Mallorca, Leganés y Celta. ¿Cuál es entonces el freno que le impide creerse tan o más poderoso que estos equipos y plasmarlo o tratar de hacerlo? El cómo es evidente: poniendo en práctica el tipo de juego que despliega delante de su afición. Si el equipo, que está bien instruido para proteger su portería, acostumbra en casa a atacar con intensidad, inténtese fuera.

Las limitaciones creativas se enquistan si en la mitad de los partidos se opta por renunciar a fabricar fútbol, pero el problema principal es de mentalidad: el nombre del estadio no puede influir tanto como para que el Athletic compita con dos caras. Se abonó a esta dualidad en el final del curso anterior y persiste en el vigente. No se aprecia avance alguno. Siempre y cuando Garitano estime viable un funcionamiento más regular, sin altibajos tan pronunciados, sería de agradecer que adopte medidas, altere tendencias, jerarquías y esos vicios que arraigan con el paso del tiempo. De lo contrario, el proyecto que lidera decaerá por pura inercia.