ES fácil ponerse en el pellejo de Gaizka Garitano y entender que se revuelva contra las insinuaciones o los comentarios de carácter negativo que de un tiempo a esta parte empiezan a proliferar. Le encomendaron resucitar a un equipo descacharrado y ahí lo tiene, vivito y coleando, a un paso o dos de meterse en Europa. Es su gran baza, un argumento que no admite réplica.

Él ha cumplido su misión y además con una celeridad impensable. Primero espantó los miedos, luego consolidó una forma de funcionar y finalmente logró el más difícil todavía, despertar expectativas en una afición que se hubiese dado por satisfecha con clausurar la temporada en tierra de nadie. Pero es lo que tiene picar alto, enseguida se olvidan las apreturas y sustituimos los objetivos mínimos por las conquistas de altos vuelos, de repente irrenunciables simplemente porque la clasificación dice que el Athletic es séptimo y el séptimo, aunque sea de carambola, oposita a premio.

Un empate en casa molesta, aunque no rompe el cántaro genera decepción. Sucede que los cálculos, por supuesto cimentados en la mejor de las hipótesis, experimentan un incómodo e inesperado retroceso. Había que vencer sí o sí al Alavés desinflado que se anunciaba y que sin embargo se rebeló contra el pronóstico para funcionar como solía hacerlo aquel Alavés de Champions, el del mes de diciembre al que se refirió Garitano tras el derbi.

El descontento por el resultado señala al juego, vulgar sin lugar a dudas. No cabe ponerle objeciones a esa crítica, que perfectamente podía hacerse extensiva a bastantes de los partidos donde el Athletic fue capaz de ir llenando de puntos el saco. Cuatro meses atrás, en un contexto de urgencias este aspecto no era relevante pues se trataba de sumar como fuese. Y ese como fuese se fundamentó en un formidable balance defensivo. El equipo recuperó así, clausurando su área, la confianza extraviada y pudo ir intercalando actuaciones más redondas, algunas ante enemigos de cuidado: Sevilla, Betis, Barcelona o Atlético de Madrid.

Con el paso de las jornadas se ha percibido que en vez de ir dando pasos hacia una propuesta más atractiva para el espectador, el equipo ha abrazado la versión más pragmática de sí mismo, por cierto sin que ello frenase la escalada. Desde luego, bonito no fue verle frente al Alavés, el Leganés, el Madrid, el Rayo, el Getafe o el Levante. Se ha podido notar el cansancio o determinadas bajas han hecho mella; quizá el déficit de calidad en la creación tenga que ver porque para paliarlo es evidente que los jugadores corren por exceso. No paran quietos para destruir y, huérfanos de tacto y temple, también tiran de riñones para atacar.

Será un poco de todo, pero las apelaciones de Garitano al de dónde venimos para atemperar las críticas han perdido fuerza. Juega en su contra que, como ya se ha apuntado, el éxito conlleva una elevación del listón de la exigencia y que en una proyección de futuro no termina de verse que el Athletic vaya a mejorar sustancialmente y ofrezca una imagen más sugerente o, si se prefiere, un fútbol que dispense un trato más amable al balón. Y en mitad de este debate que está en la calle, la pregunta que se repite es para qué ir a Europa, sobre todo con el lastre que supone empezar a competir en julio.

A Garitano no le dieron el mando para viajar por Europa, pero a su modo y con lo puesto ha guiado al equipo hasta la misma frontera. Uno cree que es normal verle fruncir el ceño cuando ahora se cuestiona su obra.