APRENDERÁ uno a no quemarse a base de jugar con fuego? No creo. La pregunta es pertinente ahora que nos llega una noticia sorprendente: en pleno invierno corremos más riesgo que nunca de salir chamuscados por un incendio. ¿En invierno, dije? Sí. Y también es culpable de primer grado el otoño. Solo con la boca abierta que se nos queda al oír algo así es fácil hacer un diagnóstico: somos unos ignorantes de tomo y lomo en cuestión de fuegos, por mucho que algunos les coronen, en pleno agosto, como reyes de la barbacoa. ¡Paparruchas!

Las hierbas secas del otoño y los vientos del sur que nos visitan en invierno, esos son los dos peligros más acechantes. Y la mano del hombre, claro. Imprudente o alevosa, en cualquiera de las dos posturas. No es fácil sacudirse de encima esos peligros que nos rodean. Por un lado, los profesionales del ramo refuerzan los retenes para reaccionar de inmediato, casi al primer chispazo. Al primer humo, al primer “¡huele a quemado!”. Por otro lado, los vecinos que viven en la cresta de esa ola de interior han de ser conscientes de que aquel que se ve en una situación peligrosa hace bien cuando piensa con las piernas. Los héroes vivos son una franca minoría, recuérdenlo.

La conciencia del peligro es ya la mitad de la seguridad y de la salvación. Lo advierto porque muchas veces, en el calor de los fuegos, actúa el instinto y no tanto la cabeza. Por lo general resulta elogioso quien se enfrenta al peligro a pecho descubierto y es cierto que no está hecha la vida para una huida continua, pero lo aconsejable es medir las fuerzas propias y las consecuencias de la batalla.

Sirva esta advertencia ahora que desde la Administración nos lanzan esa otra de los peligros de esta época.

Como sustantivos, el riesgo y el peligro son sinónimos cercanos. El verbo arriesgar equivale a correr un peligro, con la esperanza de recompensa. Así que arriesgar es similar a jugar. Y ya dije que nunca fue bueno jugar con cerillas.