SI hay un entrenador más obsesivo con el asunto de las rotaciones que José Ángel Ziganda ese es el argentino Eduardo Berizzo, lo cual no deja de ser un factor a considerar para comprender por qué el segundo clasificado del campeonato liguero perdió merecidamente en San Mamés. Sin embargo hay otras dos razones que pueden explicar con rotundidad la génesis de la victoria. Kepa Arrizabalaga se comportó como si no hubiera pasado nada dos semanas atrás, cuando en Valencia la pifió de aquella manera y cobró su primer disgusto importante desde que irrumpió en el Athletic. Ni se inmutó el tío frente al Sevilla, síntoma claro de una capacidad considerable para superar la adversidad. Estuvo rápido, atento, concentrado, vital para su equipo. Con un control absoluto sobre las cosas del campo y sobre las cosas de la mente, a veces tan traicionera. Kepa, digámoslo así, es verdad que le quitó tres puntos al Athletic en Mestalla, pero ha contribuido decisivamente en la consecución de esos once que lleva en el casillero. Y sabido que hasta el mejor escribano tiene un borrón, no hay duda sobre el espléndido futuro que le aguarda...

La otra razón comenzó a vislumbrarse precisamente en ese partido de Valencia y tiene mucho que ver con la capacidad del colectivo para asimilar y reaccionar a esas dos actuaciones bochornosas, la de Málaga y ante el Zorya ucraniano, además de la palmaria evidencia: tras un comienzo liguero poco brillante, pero resultadista, el Athletic llevaba seis encuentros consecutivos sin ganar, o sea, que ni había juego ni tampoco resultados.

Encendidas las alarmas, también se encendió la mañana, cálida, sevillana, de viento sur, ideal para los agoreros, sugerente para otra catástrofe, y los chicos reaccionaron, vaya que sí. Pelearon cada balón, Raúl García y Aduriz escanciaron también sus otras virtudes y hubo contagio bravío; regresó para la causa el bullanguero Markel Susaeta y hasta Ziganda se salió con la suya en su empeño en confiar en Vesga, y darle una, y otra oportunidades, hasta que plasmó todo el cariño recibido con un gol extraño, pero suficiente para recomponer la estampa de un equipo que ha sufrido humillación, tomó la deriva de la derrota y ahora emite luces de esperanza.

Merece la pena paladear todas estas sensaciones porque a San Mamés acudieron más de 40.000 almas en pleno puente, con mucha gente joven, familias arremolinadas en un sentimiento, y todos ellos quedaron atrapados por un partido que transmitió sobre todo emociones, una cualidad que tiene la fuerza suficiente como para aplazar para otro día cualquier debate sobre el juego.

Hubo, en definitiva, fútbol, exclusivamente, y buen rollo a su alrededor. Y lo digo porque poco después el Atlético de Madrid-Barça se convirtió en un acto de exaltación del nacionalismo español, que surge con fuerza, y hasta cerril contumacia, a causa de procés y los fastos de la Hispanidad. Con profusión de banderas rojigualdas y estridencia contra Piqué, el fútbol se convirtió en el Wanda Metropolitano en excusa para otra cosa, en escaparate para mostrar las vísceras. Desterrados de los estadios, el jueves grupos radicales de lo más canalla, como los antiguos Ultras Sur reconvertidos en neonazis del Hammerskin, Frente Atlético, Yomus del Valencia y los Hooligans Vallès del Sabadell reaparecieron juntos y revueltos en la manifestación de Barcelona, hasta que se liaron a hostias. Mueve a risa si no fuera por la impunidad que tuvieron para lucir sus blasones e inquina en plaza pública.

El sábado hubo un acto, digamos, más racional: los ultras del Racing quedaron con los del Alavés en Gasteiz. Sus ideologías eran igual de groseras, pero opuestas: cuatro heridos, uno de ellos, a la UCI. Tomen nota los animalicos: hace un año violentos del Feyenoord se emplazaron con los del Estrasburgo y el Nancy en un frondoso bosque. Vistieron de blanco y de negro para no confundir la correcta dirección del bofetón. Y los chicos fertilizaron la tierra con su sangre mientras desfogaban su ira. Pura ecología.