Hasta ahora todo es previsible en el atormentado guión del desafío independentista de Catalunya, donde la displicencia y la recurrente amenaza de la ley dilapidan la esencia de la política, el arte de lo imposible. Sirva como excepción tan deplorable como inesperada el bochorno institucional del Parlament propiciando una fotografía más propia de patios donde refunfuñan vecinos irreconciliables. Pero, desgraciadamente, aún queda lo peor por llegar. La incertidumbre se ha apoderado de una trifulca que avanza desde la sinrazón envuelta en ese tacticismo pernicioso, salpicado con demasiadas gotas de testosterona. La combustión a tres semanas vista del desgarro más territorial que jamás ideó la España de las Autonomías se puede llevar por delante la esencia del valor democrático, el respeto a la ley, el derecho a decidir y, sobre todo, la convivencia entre diferentes. Ya no hay marcha atrás en este litigio sin retorno posible, alimentado estúpidamente por una interminable sucesión de errores. Solo queda encomendarse al mal menor porque la previsión de destrozos asoma alarmante cuando se trata de idear el horizonte a partir del 2-O.
Ya nada será igual en Catalunya. Ni tampoco en el Estado español. Posiblemente no habrá referéndum el primer día de octubre -ni siquiera simulacros como el 9-N- por el peso inexorable y lógico de la ley; pero el latido independentista seguirá golpeando en la búsqueda de una respuesta por encima de los tribunales. Ahora bien, queda por saber cuál será la intensidad de sus pulsaciones. Y en ese caso todo depende del contrario. Así, una reacción desproporcionada desde Madrid para impedir como es su obligación que las urnas salgan del almacén -el CNI las tiene perfectamente localizadas- sería letal para el futuro inmediato porque envenenaría el campo de juego para demasiado tiempo. Más aún si la intencionalidad política de la Justicia aplica el código en los próximos días -sinónimo de múltiples encausamientos penales- contra quienes apelando a su alma soberanista siguen empecinados en el desafío constitucional. O simplemente que en las múltiples algarabías previsibles del 1-O un desafortunado infarto de miocardio provoca una víctima mortal tras una fatídica carrera policial. Ante semejante retahíla de victimismo en verdad resulta quijotesco instar a la conveniencia del diálogo, aunque sea una obligación exigirlo.
Asomados al abismo resulta estéril mirar por el retrovisor en la búsqueda -por sabidas- de las causas de este horrendo espectáculo democrático. Queda ahora la ingente labor de alumbrar las luces largas para desbrozar el posible camino entre tanta maleza acumulada por tamaña catarata de errores. También es verdad que se echa en falta la altura de miras suficiente para embridar tan descarriada situación. La ausencia de políticos con visión de Estado es patética cuando se abordan tan peliguadas exigencias. Es difícil por alarmante imaginarse que la hipotética futura República de Catalunya pueda ser gobernada por personas tan excluyentes con las minorías como Carme Forcadell, Turull o la podemita Martínez, entre otros. Ni tampoco que extremistas como Albiol se sienten a la mesa en la búsqueda de un mínimo punto de encuentro. Por contra, una voz de imprescindible sensatez democrática como Joan Coscubiela prefiere marcharse y hasta es comprensible.
Lamentablemente la ley se ha apoderado de la política. Los independes porque quieren protegerse con la suya propia que no pasa el algodón democrático; los unionistas porque solo entienden a los tribunales como el único remedio para encubrir su incapacidad de diálogo y de adaptación a una realidad evidente. En el medio, una sorpresa. El desafío imperturbable de más de la mitad del Parlament ha rescatado en dos madrugadas consecutivas la unidad constitucional de los tres grandes partidos españoles para alivio de Mariano Rajoy. El presidente ha transformado su soledad política en un respaldo a su apuesta por la firmeza y el uso de la ley. A cambio ha cedido ante Pedro Sánchez para abordar una comisión parlamentaria paradójicamente cuando ya se hayan roto todos los platos de la vajilla en Catalunya. Mientras, Pablo Iglesias se busca a sí mismo ante el espejo, muy pendiente del movimiento de Ada Colau, cada día más referente. La patética división ideológica de Sí Que Es Pot en la Cámara catalana ha escenificado al límite la duda hamletiana del Podemos estatal, que no podrá mantener durante mucho tiempo. Es la guerra.