la vida política del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, es un cúmulo de contrastes, donde los éxitos gubernamentales son tan impresionantes como terrible es el río de sangre y terror que su gestión ha precipitado sobre Turquía.

Así, a los lustros de victorias electorales y bonanza económica que inició en el 2002 Erdogan al frente del partido islamista moderado, AKP, se contrapone la ola de atentados de que es actualmente víctima Turquía -más de 400 muertos en los últimos dos años - y del alud correspondiente de represiones. Estas son de una envergadura y dureza dignas de un Tamerlán: detención y/o destitución de 9.000 de los 15.000 jueces y fiscales de la Justicia turca y despido de 115.000 trabajadores del Estado turco, con bastantes detenciones de estos represaliados por sospechosos. El frustrado golpe de Estado del pasado 15 de julio llevó a la detención de más de 42.000 personas (desde el 2013 la cifra supera los 83.000 individuos).

Esta faceta de despotismo estepario se acentúa todavía más con unas pretensiones de poder ilimitado (a instancias de Erdogan el próximo verano se reformará - salvo sorpresas - la Constitución para dar a la presidencia turca unos poderes que dejan en pañales a la de Francia o los EE.UU.), al tiempo que los cambios son cada vez más frecuentes e inexplicados entre los principales colaboradores de Erdogan en el Gobierno de la República.

La evolución política y humana de Erdogan resulta asombrosa si se recuerdan sus años de alcalde de Estambul, que fueron ejemplares, y sus comienzos en y con el AKP. Esos inicios políticos significaron una reforma profundísima de la mentalidad y forma de obrar de la clase media joven del sur del país. Un cambio tan profundo y tan positivo que Turquía pasó de ser un país tradicionalmente emisor de emigrantes y frecuentemente sacudido por graves crisis económicas, a ser una nación tan enriquecida que la mayor parte de la población ya no sueña con el ingreso del país en la Unión Europea.

Pero de aquél Erdogan queda muy poco. Por el contrario, el actual presidente parece un coleccionista de enemigos. Su intransigencia nacionalista reanudó el conflicto con los kurdos (el 10% de la población) con lo que volvieron los atentados del PKK (partido comunista kurdo), a los que se sumaron pronto los del Estados Islámico, atacado por las tropas de Erdogan. Este había visto en la guerra civil siria una oportunidad de acosar aún más a los kurdos turcos. Además, por ideología religiosa y nacionalismo pasional tensó hasta límites de ruptura las relaciones de Turquía con Egipto -donde apoyó a los hermanos Musulmanes - e Israel.

A la intransigencia nacionalista se sumó la campaña cada vez más radical contra el laicismo impuesto por Kemal Mustafa en los años 20 a la Turquía moderna, con la consiguiente depuración de gran parte de los altos mandos militares, albaceas políticos de Kemal. Esta especie de contrarreforma de Erdogan está dividiendo el país entre los islamistas impulsados a ser cada vez más menos moderados y la vieja Turquía reformista que aspiraba a ser una democracia a la europea? aunque por el camino se quedó tan solo en una Turquía europeísta carcomida por la corrupción.