Futuro
SOMOS los seres más evolucionados e inteligentes que habitan este planeta y, a pesar de ello, nos orientamos torpemente en él. Nuestras referencias son meramente los cuatro puntos cardinales (norte, sur, este y oeste) para movernos en la superficie y, en el ámbito temporal, poco más que pasado, presente, y futuro.
En relación a la altura poco podemos hacer más que mirar al cielo, pues vivimos anclados al suelo por la irremediable fuerza de la gravedad.
En las ciudades, acostumbramos a que todo esté indicado y señalizado, las direcciones sean precisas y los mapas nos enseñen cómo llegar. De lo contrario?
Hemos perdido en gran medida la sabiduría de quienes se orientaban mirando al cielo y a las estrellas, de los que predecían los cambios de meteorología oliendo el aire, distinguían entre especies de árboles, pájaros y setas o los distintos sabores y transparencias del agua. A cambio, eso sí, conocemos ciudades y países diferentes, a veces remotos, aunque casi siempre como meros turistas.
El futuro lo es todo o casi todo para cada uno de nosotros. Es el lugar virtual donde alojamos nuestros proyectos, sueños y voluntades, pero también el de las incertidumbres y ansiedades. El genial Woody Allen lo dijo muy claro: “Me interesa el futuro porque es el lugar donde voy a pasar el resto de mi vida”.
Escrutamos el futuro basándonos en nuestra experiencia del pasado, ignorando siempre el escurridizo presente que no es más que una línea imaginaria que separa esos dos grandes tiempos: el pasado y el futuro.
Es posible que, como enseña la filosofía zen, el presente sea lo único que importa, pero a casi todos nosotros la vida se nos va en el binomio pasado-futuro. Winston Churchill (1874-1965) lo dijo así: “Cuanto más atrás puedes mirar, más adelante verás”.
Nuestra complejísima inteligencia necesita de un largo periodo de aprendizaje. Nacemos sin una clara conciencia del tiempo, necesitando de grandes cuidados y alimento. Solo al madurar percibimos la variable “t” del tiempo, acumulamos pasado y comenzamos a elucubrar sobre el futuro en el que empezamos a albergar deseos y proyectos.
Pero la superposición de pequeñas experiencias nos va planteando la duda más transcendental, la relativa a la duración del futuro, que acentúa el temor y la incertidumbre. El escritor argentino Ernesto Sábato (1911-2011) lo reflejó en esta frase: “Siempre tuve miedo al futuro, porque en el futuro, entre otras cosas, está la muerte”.
En nuestra tradición católica se nos enseña que la vida es finita y, por tanto, el futuro terrenal también, pero que después de esta hay otra que es eterna, lo cual es cierto, sin duda, pues portamos los genes de nuestros ancestros, paseamos por las calles que ellos empedraron y leemos los libros que escribieron. Y así seguirá siendo, generación tras generación. Pero la propia formulación de la transcendencia tras la muerte física incuba la duda.
Ante el incierto futuro, el yo adquiere protagonismo frente a otras cuestiones científico-filosóficas relevantes, como puede ser el tiempo de vida esperable del universo o el horizonte temporal en que nuestro sistema solar se mantendrá estable de modo que cada planeta y satélite mantenga su órbita ahí donde ha estado siempre, pues lo más probable es que todo eso tenga escaso impacto en nuestra corta vida.
Por si fuera poco, estamos programados como singulares mecanismos de relojería de auto-explosión, de modo que a medida que nuestro futuro se va acortando, el reloj interno que mide nuestro tiempo se acelera, acortando aún más el horizonte. El cuerpo, con el tiempo, encanece, y podemos hacer menos cosas en el mismo tiempo, los intervalos de recuperación tras cada esfuerzo son más largos y nuestro cerebro tarda más en responder a estímulos que antes podíamos afrontar a bote-pronto.
La vida nos enseña pero, como ya señaló el genial humorista Quino en su texto La vida debería ser al revés, parece que lo hace deliberadamente contra corriente, dotándonos de experiencia e inteligencia a medida que las oportunidades para usarlas se van haciendo más escasas. Pero esta dinámica invertida no carece de sentido, pues es precisamente la asunción de riesgos y los errores a los que estos conducen, lo que introduce el grado de desorden necesario para que se produzca la fértil oportunidad de lo inesperado.
Todo esto, válido en el ámbito del crecimiento y devenir individual, también lo es para el familiar, el social y el global de especie humana, pues el binomio pasado-futuro es también colectivo.
Un nuevo paso hacia el futuro y arrancamos una legislatura con expectativas de mejora, habiendo dejado atrás, parece, lo más duro de una crisis.
Es cierto que los números empiezan a cambiar de signo. No podía ser de otro modo. Después de que haberse puesto al rojo vivo, era esperable que en algún momento, en efecto, se enfriaran y cambiaran de tendencia y color.
Parece llegado el momento y podemos esperar que nuestro futuro social sea paulatinamente algo mejor que el inmediato pasado. Pero no deberíamos olvidar algunas experiencias que, colectivamente, nos deberían hacer ser algo más sabios.
Alguna de las lecciones básicas que nos deja el inmediato pasado no son nuevas. Una de ellas es la que ya nos enseñaron de pequeños con el cuento de la lechera: nunca deberíamos vivir por encima de nuestras posibilidades.
La otra, más nueva, es cada vez más cierta. Las economías de cada región, de cada país, de cada continente, están crecientemente interconectadas. También la nuestra. Del mismo modo que todos nos beneficiamos de los periodos de crecimiento, los de contracción acaban llegándonos también, tarde o temprano. Nadie escapa a las tempestades. La economía vasca está íntimamente ligada a la de su entorno y la zozobra de este tiene consecuencias adversas también para nosotros.
Otra es que nuestros profesionales, en promedio, no son mejores que los del entorno. Cierto es que tenemos en este pequeño país grandes deportistas, poetas, juristas, científicos, artistas y políticos, por ejemplo. Pero esas singularidades se diluyen en el promedio, lo mismo que la gota de leche lo hace en el café y cada vez nos cuesta más retenerlos. Una buena lección de humildad.
Otra se refiere a nuestro tamaño de país, pequeño, casi enano a escala planetaria, y menguante según las estadísticas. Los pequeños navíos son más fáciles de tripular, pero también son más vulnerables a los errores de la tripulación. Navegamos en un océano gigantesco.
El futuro de este pequeño país probablemente será más difícil que el pasado reciente si de lo que se trata es de preservar unas señas de identidad propias y unas cuotas de bienestar superiores al entorno. Nuestras fronteras naturales cada vez nos aíslan menos en la era de la globalización y del mestizaje. Somos cada vez más permeables, y nuestra talla se reduce por debajo de la crítica necesaria para la supervivencia en la jungla planetaria.
Por todo ello somos particularmente sensibles a la inteligencia y destreza de la tripulación y, sobre todo, dependemos de los que hoy se forman para escribir las siguientes páginas del futuro.
Pronto comenzará una nueva legislatura. Aprovechémosla. Hagamos que sea la primera del futuro. Aprendiendo del pasado, seamos valientes y audaces para abordar los nuevos retos. Hoy empieza, pero pronto acabará. ¡Qué poco duran cuatro años, pero cuántas oportunidades se pueden perder en ellos!
No perdamos de vista que, pronto, mucho antes de lo que imaginamos, el futuro pertenecerá a los que hoy aún parecen niños.
Ellos tendrán que aprender que es importante repetir y continuar, pero que innovar, que es más difícil, lo es más aún. Enseñémosles con el ejemplo.
El Talmud, que recoge la tradición judaica oral, nos lo recuerda en una frase que constituye una llamada a la responsabilidad, llena de esperanza: “El futuro del mundo pende del aliento de los niños que van a la escuela”.