no hay semana sin algún amanecer preocupante para la sociedad. Nos estamos habituando a vivir sin sobresalto las noticias negativas, salvo algún conato morboso incitado por los nombres propios de los protagonistas de corruptelas legales en paraísos fiscales, que no es el tema de este comentario. El tuétano turbador viene de la mano del horizonte que se vislumbra en el sector bancario, sometido a una profunda reestructuración provocada, inicialmente, por sus propios errores (créditos basura, subproductos tóxicos, etc.) y que ahora afronta las consecuencias de la baja rentabilidad por los tipos de interés CERO y un exceso de plantilla en plena era digital.

Los datos son reveladores. El sector argumenta ambas circunstancias (tipos y digitalización) para justificar el cierre de oficinas y la destrucción de empleo. Admitamos que, en efecto, las políticas expansivas han puesto los tipos de interés en el CERO y así será durante una larga temporada (en EE. UU. la medida comenzó en 2010). No obstante, los frutos no son buenos (no se reactivan el crédito y el consumo, mientras que la inflación sigue en números rojos) y los márgenes de intermediación pierden peso en la cuenta de resultados, razón por la que recurren al aumento de comisiones.

Admitamos también que la revolución tecnológica de la era digital ha cambiado los hábitos de los consumidores, al tiempo que las entidades bancarias han afrontado la expansión de las nuevas tecnologías y la penetración de internet como condición indispensable para no quedarse descolgados en un mercado cada vez más globalizado y competitivo. Dicho de otra forma, en los próximos meses asistiremos al cierre de oficinas bancarias y la destrucción de empleo que, en el caso español se estima en torno a un 20% (después será más). Después llegarán las fusiones.

BANCA CON RED Todo ello es cierto, sin olvidar que este nuevo paradigma proyecta un escenario en el que las entidades tendrán que convivir durante muchos años con dos realidades diferentes de clientes, físicos y digitales, a los que hay que ofrecer los mismos servicios y prestar la misma atención. Lo cual no es desdeñable, como tampoco lo es el trato preferencial que ha tenido el sector desde la quiebra de Lehman Brothers (2008).

Por poner cada cosa en su sitio, conviene recordar que, según el Tribunal de Cuentas, la banca española ha recibido 108.000 millones de euros de dinero público (ergo procedente de los impuestos que pagamos los ciudadanos) entre 2009 y 2012. Claro que, por otra parte, el BCE ha prestado miles de millones de euros con intereses ridículamente bajos que no se empleaba en créditos o inversiones privadas, sino en la compra de deuda pública cuando la prima de riesgo superaba los 500 puntos básicos y dejaba jugosos beneficios, mientras se reducían los salarios al conjunto de la sociedad.

Más aún. Durante la crisis, la banca española ha destruido 83.600 empleos (14% del recorte mundial, estimado en 600.000 empleos puesto de trabajo) y ahora ya señalan nuevas reducciones hasta el punto de que el número de oficinas quedará por debajo del que se registraba en los años 80, una década que coincide con el inicio de las políticas financieras neoliberales lideradas por Reagan y Thatcher que se tradujo en un cambio de sentido en la inversiones bancarias, abandonando las actividades productivas de bienes y servicios que la ciudadanía consumía, para centrarse en gestiones especulativas más rentables, aunque erosionaran el propio sistema financiero.

Son estas las cosas que también deben estar presentes a la hora de comprender y, si se puede, aceptar, los nuevos tiempos que están por llegar y que ya anuncian los banqueros con la connivencia de los gobernantes que muestran cierta complacencia con la reestructuración bancaria, en tanto que se muestran inflexibles e intolerantes con el gasto público que puede favorecer (o no deteriorar) el estado de bienestar social.

La banca sigue trabajando con red porque, si llega el caso, volverá a socializar las pérdidas, mientras la ciudadanía ha perdido hasta las alpargatas.