AL parecer, el combate del siglo entre Manny Pacquiao y Floyd Mayweather resultó una auténtica filfa, pero sus promotores, púgiles y los séquitos respectivos se han forrado de oro. El acontecimiento boxístico alcanzó una atención descomunal en todo el mundo, así que hasta el más profano sabía que un filipino que supo escapar a golpes de la miseria y un estadounidense de traumática infancia, excéntrico y condenado por maltratador estaban citados en Las Vegas para darse de hostias, con estilo, eso sí, y a cambio de una bolsa de 300 millones de dólares. Sin embargo, la pelea que batió todas las marcas de recaudación y de ingresos por taquilla a través de las diferentes redes provocó una enorme decepción entre quienes aguantaron, aquí, hasta las siete de la mañana para ver el timo del siglo. Los que asistieron en directo a la refriega en el MGM Grand Garden Arena (precios entre 3.250 y 19.642 euros, hasta 445.000 en la reventa) volcaron su frustración abucheando a los boxeadores cuando aparecieron tras la pelea para ofrecer sus opiniones. Ni un ojo hinchado. Ni un corte en la ceja. Ni un mísero moratón ¡Que se besen! Ni el más exiguo rastro de sangre. Y encima resulta que a Pacquiao le dejaron combatir con una lesión en el hombro derecho.

La decepción fue mayúscula porque la gente paga en la esperanza de ver a dos tíos machacándose hasta el quebranto al compás de un jadeo convulso.

Casi a la misma hora, en Aguascalientes (México) 15.000 aficionados aguardaban expectantes el regreso del torero José Tomás al ruedo donde cinco años atrás estuvo a punto de perder la vida, cuando Navegante le metió una cornada de quince centímetros en la pierna izquierda que le atravesó la vena femoral y la arteria ilíaca. José Tomás se ha convertido en un fenómeno de la tauromaquia. Dicen que tiene mucho talento, pero sobre todo transmite emoción. Es decir: se arrima más que nadie, provocando una morbosa e irresistible atracción entre los taurinos, que idolatran su cuerpo cincelado por los pitones del toro y los quince cosidos que necesitó para detener otras quince torrenteras de sangre.

La civilización avanza que es una barbaridad. Está mal considerado tirar la cabra desde un campanario y sin embargo seguimos reclamando el pan para sobrevivir y el circo romano para explayar lo más oscuro de nuestra alma. Nos ponemos solemnes abominando de un deporte como el boxeo, que necesariamente reclama machacar la cabeza del rival hasta hundirle el cráneo, pero lo disfrazamos con el abolengo de la tradición o la hidalguía, y en su defecto lo miramos a hurtadillas disimulando nuestra hipocresía. Clamamos al cielo contra la tortura que sufre un animal tan noble como el toro, pero el Estado le trata con la misma cobertura que a Las Meninas de Velázquez, puro arte, y se abuchea al lidiador que no restriega la taleguilla por los morros del astado por miedo a reventar sus huevos contra la vecina cornamenta.

El Barça se enfrentó al colista de Primera División, el desahuciado Córdoba, y no tuvo piedad. Está afilando sus cuchillos para entrar a degüello contra sus rivales en la recta final de la temporada, la cita con los títulos, la gloria o el fracaso. Luis Enrique puso al equipo titular y transmitió las oportunas órdenes: no quiero prisioneros. La sangría fue descomunal. Ocho goles, y si hubieran alcanzado la veintena a nadie le hubiera extrañado lo más mínimo. Dos horas después, Valverde realizó una especie de ensayo en el Vicente Calderón pensando en el Barça y en la final de Copa. Diseñó un esquema 1-4-4-2, ¿un dibujo táctico para intentar colapsar la incontinencia blaugrana? Reservó a hombres clave, se constató por enésima vez que sin Aduriz la aventura del gol suena a entelequia, hubo un árbitro amable y los resultados de los demás competidores por la séptima plaza, auténtica (por racional) meta del Athletic, ayudaron. Sobre la final, qué quieren que les diga. Necesito, como Santo Tomás, meter los dedos en las llagas de Jesús Resucitado hasta cubrirlos con su bendita sangre. Y también tengo el propósito de no ver más partidos del Barça. Es tan deprimente.