Puede resultar tópico subrayar a estas alturas la importancia de una nueva convocatoria electoral, la correspondiente a las próximas elecciones municipales y forales. Escribo como ciudadano y simple elector, y me gustaría trasladar este mensaje de corresponsabilidad a todos los lectores: pese a un clima social orientado al desapego y a la desafección política, y en plena efervescencia de conceptos orientados hacia la hegemonía de la democracia directa sobre la representativa, las elecciones han sido y siguen siendo hoy día el instrumento fundamental (y más igualitario) de nuestro autogobierno.

Ejercer el voto en una contienda electoral garantiza sin posible objeción alguna la esencia de la democracia: nada más y nada menos que seleccionar mediante la elección quién gobernará nuestros pueblos, nuestra Diputación, nuestra res publica, tan denostada como necesaria para civilizar nuestro futuro y atender las demandas sociales del día a día. Como acertadamente señala Daniel Innerarity, en virtud de las elecciones, quienes tienen el poder se enfrentan a la posibilidad de ser expulsados de él mediante unos procedimientos establecidos; quien está en el Gobierno se ve obligado a anticipar esa amenaza. En ese momento se visualiza que la política nos introduce en un mundo en el que hay que responder y dar cuentas, que el poder no es absoluto porque está obligado a revalidar, que la política no da más que oportunidades a plazos.

Lanzo algunas preguntas para el debate y la reflexión: ¿Existe, como defiende el PP y una buena parte de la clase política española, una única nación (la española), y por tanto nosotros somos simplemente una “nación de personas” (sic), o cabe entender que previo al debate sobre la territorialidad debe abordarse el reconocimiento explícito del Estado como realidad heterogénea en la que conviven naciones estructuradas institucional y políticamente de forma singular?

Numerosos discursos anclados en la demonización del nacionalismo nos hablan de la idea de “ciclo agotado”, minusvaloran e incluso niegan nuestra existencia como pueblo vasco e identifican como contradictorias las nociones de “pueblo” y de “ciudadanía”. Es un discurso tan simple como falaz: el nacionalismo, se afirma desde esas orientaciones, anula las plurales y diversas voluntades individuales, somete al individuo a un control ideológico que busca homogeneizar, negar la heterogeneidad política de la sociedad. Frente a ello propongo una reflexión que sitúe el acento en la pluralidad y en la madurez de nuestra sociedad vasca, sin perder su principal valor: el sentimiento identitario plural, rico, diverso y heterogéneo como señal de pertenencia a nuestro pueblo vasco.

El nacionalismo democrático no persigue patrimonializar la vida pública como si fuera un objeto mercantil; ninguna fuerza política puede concebir la relación con la ciudadanía en términos de titularidad dominical, de poder dominador; a lo que se aspira legítimamente desde posiciones nacionalistas es a vertebrar la sociedad y a ensanchar su base de apoyo social como muestra de su centralidad en las propuestas de futuro de nuestra nación vasca. Todos deben sumar, desde sus respectivos posicionamientos, y debemos dejar de vivir como compartimentos estancos o aislados, superar nuestra visión tribal de la sociedad: nacionalistas, no nacionalistas, los colectivos integrados en la izquierda abertzale, todos debemos sumar y respetar las premisas mínimas de convivencia.

Eso debe debatirse en Gasteiz, en Madrid y en Europa, esa sensibilidad debe mostrarse, esa riqueza política debe defenderse, desde el respeto a la diferencia y desde argumentos que generen una empatía (recíproca, bilateral) hacia el que opine de forma divergente. Solo el reconocimiento de partida de esa premisa podrá generar un clima de entendimiento y de confianza recíproca que permita avanzar en el desarrollo de nuestro autogobierno, de sumar base social hacia objetivos de mayor soberanía compartida.

Quedan muchos interrogantes en el tintero, pero también muchas certezas. Nuestro reto, el de cada votante, es votar para poder reivindicar, votar para construir, votar para avanzar, votar para que nada o todo cambie, ni más ni menos. Es nuestra responsabilidad.

Y por encima de estériles debates que fortalecen y priman el frentismo sobre la concordia, los maximalismos sobre la verdadera construcción nacional, lo deseable sería contextualizar estas elecciones en el marco de la asimétrica bilateralidad España/Euskadi, y sentar las bases, sin caer en la apatía provocada por la desidia y la prepotencia de algunos dirigentes políticos, de una necesaria confianza recíproca y respeto mutuo que permita lograr una adecuación del concepto de soberanía a la realidad social y política del siglo XXI, proyectada en este caso sobre un problema irresuelto en nuestra sociedad vasca, como es el nuestra inserción como nación dentro de un Estado organizado políticamente mediante una descentralización que no responde a la verdadera cultura política de los sucesivos gobiernos sobrevenidos desde 1978.