Cristina Pedroche lo tiene claro: sueña con ocupar un sitio estelar en televisión, lo quiere ya y a cualquier precio. Este aventurado -y peligroso- objetivo explica sus excesos, sus ansiedades y el torpe modo en que gestiona los pequeños escándalos, casi siempre eróticos, provocados en su precipitada búsqueda de popularidad, el último durante las uvas de nochevieja en La Sexta. Se siente atrapada y minusvalorada en su rol de comentarista de mesa en Zapeando y está dispuesta a lo que sea, incluso a equivocarse. La Pedroche es un cruce entre Ana Obregón y Olvido Hormigos, mujeres que lo apuestan todo al incendio corporal y lo frívolo a falta de mejores argumentos, quizás porque padecen cierto déficit de autoestima o porque creen que la única oportunidad alcanzable en el universo mediático y en el contexto de una sociedad superficial y machista es lucir poca ropa y mucha carne. Viejo y patético diagnóstico.

Creada la polémica en la ardiente y glamurosa juerga de Año Nuevo, la Pedroche, más en su faceta de actriz que de señora agraviada por las críticas, ha adoptado el papel de víctima para ganarse el respeto del público que valora el derecho de Cristina a ser libre. “Las mujeres tenemos derecho a ponernos lo que nos dé la gana”, ha dicho subida a la tribuna. Ahora va de Femen como parte de su comedia de ambición y notoriedad. Y lo enseña todo.

La bella e inteligente Pedroche tiene un problema de identidad profesional. ¿Es actriz, modelo, tertuliana o animadora multimedia? Ha hecho de todo y esta dispersión es la que pretende resolver acentuando su lado rompedor y replegando el cómico. Pero Cristina debería saber que su indefinición es una condición ineludible en el sector del espectáculo, donde nadie es nada y todos son de todo, de lo que se deduce un desvalimiento insoportable. La tele es cruel, te expone, te quema y finalmente te sacrifica. Piensa Pedroche, con razón, que en esta mala historia merece más. Rememorando los 80, se consuela susurrándose al espejo: “Nena, tu vales mucho”. Vasile, llámala.