Para la tele los años electorales son malos, la desquician. Y si son bielectorales (o trielectorales con las del Athletic), como 2015, ni te cuento. Las elecciones no son fechas, son períodos de al menos tres meses entre precampaña y campaña, de manera que la mitad de este año estará mordido por los debates, sonrisas, promesas, discursos e insultos cruzados. Las municipales y forales en mayo y las generales en noviembre colonizarán las pantallas y asfixiarán nuestras horas de ocio. ¿Qué hace que los comicios se vuelvan irrespirables? Básicamente, el estado de nerviosismo de los partidos, una situación de ansiedad, angustia y desesperación, como el bolero, que proyectan sobre la sociedad para contagiarla con sus particulares urgencias de poder. Es el miedo, mezclado con una porción de ilusión forzada, el que desencadena las bajezas de las disputas entre siglas. Como si no tuviésemos bastante con nuestros problemas.

Hay dos clases de elecciones: las que tienen ganadores y perdedores previsibles y las de cambio o incertidumbre. En estas últimas vamos a entrar. Y aunque suelen ser las mejores para el horizonte de la libertad, son las menos soportables para el ciudadano. Cuando el partido que ostenta el poder siente el terror de su inminente derrota pone en marcha una maquinaria agobiante de propaganda y condiciona los espacios informativos para crear un estado de confusión entre verdades y mentiras, único escenario del que podría sacar algún rendimiento. Ya ha comenzado.

La tensión electoral es máxima: unos tienen mucho que perder y otros mucho que ganar. El mayor peligro está en que se monte el espectáculo de todos contra Podemos. Los ganadores serán aquellos que se ocupen de sus mensajes y no de sus oponentes. Hay una regeneración en marcha y es imparable. Dar seguridad y canalizar el cambio de modelo político y socioeconómico: este es el binomio triunfador. La tragedia es que los candidatos son tan mediocres líderes como pésimos comunicadores. Y esto salta a la vista cada vez que aparecen en televisión.