Platea en la noche como si quien la blandiese fuese el sereno que llega con las llaves del infierno, presto a abrirte las puertas del más allá, el muy cabrón. La navaja, faca, chaira, perica o sirla; la lenguaseca que te cose a mojás; la del temible barbero Sweeney Todd o la muy afilada navaja de melonero; aquella a la que cantaba Rubén Blades en Pedro Navaja ("Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar,/ con el tumbao que tienen los guapos al caminar,/ las manos siempre en los bolsillos de su gabán,/ pa'que no sepan en cual de ellas lleva el puñal...") o aquellas otras con las que cortaban las palabras de Federico García Lorca en Bodas de sangre, cuando brotaban los versos que remataba con un "bellas de sangre contraria,/ relucen como los peces". Cuánta literatura lleva marcada en sus cachas y, sin embargo, cuánto dolor negro, cuánto mal habita en su filo.

Hoy cuentan los sucesos que vuelve esa maldición a las calles de la villa, si es que alguna vez se fue de ellas. Es bien conocida la guerra al navajero que declaró el alcalde Iñaki Azkuna hace unos años. Sonó bien, rotunda, pero aún persiste. Es un Vietnam en la sombra, donde un vietcong de sirleros se mueve entre tinieblas, siempre al acecho para desenfundar. Parafraseando la película de Enrique Urbizu, desde el Ayuntamiento se ha lanzado una suerte de advertencia, un no habrá paz para los malvados que todavía no ha dado los frutos esperados. No hay más que ver el parte de incidentes, cómo cualquier disputa se zanja con un fugaz resplandor de acero, un charco de sangre y la sensación de que la vida se abarata en según qué lugares o a según qué horas.

Da un nosequé de escalofrío pensar que quien porta un arma blanca tiene el alma negra, un instinto asesino que tarde o temprano aflora. Y otro nosequé de angustia saber que hay quien resuelve sus disputas a golpe de tajos y mojadas, siempre dispuesto a cruzar dos navajazos antes que dos palabras. Son de aplaudir los intentos de exterminio de la autoridad. Pero mucho me temo que esta plaga es resistente.