LAS comparaciones son odiosas, sobre todo para quien sale perdedor en el contraste. Pero son inevitables y recurrentes. Entre Iñaki López, anterior moderador del debate El Conquis, y Patxi Alonso, su sustituto, hay tantas y tan notorias diferencias que seguramente marcarán el destino y la aceptación pública del programa. Para reducir la crueldad del cotejo, quizás Patxi debería no obstinarse en imitar a su antecesor en el uso de expresiones ocurrentes o el juego de ironías, materia en la que Iñaki es un auténtico virtuoso. Pocas cosas resultan más patéticas que pretender ser gracioso cuando se carece de este don natural. Y ahí, en ese afán forzado de promover su perfil más divertido, Alonso desperdició la noche de su debut, en lugar de ocuparse de marcar su personal estilo. Fue un portentoso ejemplo de sobreactuación.

Habría que preguntarse si Patxi reúne las condiciones óptimas para la televisión. Tengo mis dudas. Le sobra la locuacidad de la radio, su medio más propicio; pero lo peor es su tonalidad acústica, una octava más alta de lo normal, lo que favorece la emisión de gallos y obliga a bajar el volumen del televisor. Es como si se hubiera criado en un ambiente de sordos. Tenga o no cualidades para la tele, es seguro que lo suyo no es conducir una tertulia: su impericia provocó un enorme caos y que enseguida añoráramos la capacidad de control y la autoridad sin aspavientos de Iñaki, habilidades que no se aprenden, vienen de fábrica. ¿Elegirían a Alonso como presentador si no fuera socio de la productora que elabora el reality?

El Conquis solo es el apéndice testimonial de El Conquistador del fin del mundo. Entre uno y otro existe el mismo abismo diferencial que entre el sudor y la saliva. El debate está al servicio de las aventuras y desventuras de los concursantes, no de la exuberancia verbal. Ni para reivindicarse como comunicador no deportivo. Que Patxi no olvide esta jerarquía. No vaya a ocurrirle lo que a muchos políticos, que creen que hablar es más importante que actuar. Ni punto de comparación.