LAs noticias quieren convertirse en historias y demostrar que la verdad es más verdad si tiene cara y ojos, drama, nudo y desenlace. Buscan ser más creíbles desactivando la indiferencia que suscita la letanía del qué, quién, dónde, cuándo y cómo, su viejo esquema apolillado. Ahora las noticias aspiran a integrarse en la realidad con el propósito de revertirla al ciudadano-espectador en relatos verídicos y sensibles. Nunca hubo información neutra. Y la crisis necesita de este nuevo paradigma informativo para que la peor consecuencia de la quiebra, los desahucios, tengan un relato auténtico y su eco derribe la muralla de un modelo económico que solo reparte pobreza.

Las historias de desahucios -nueve al día en Euskadi- están permitiendo a la televisión cumplir una función agitadora, inédita hasta hoy, sin riesgo de servir de espectáculo o motivo de desbordamiento, y su fuerza es tan poderosa que obligará a la banca y el Estado a detener los desalojos e impugnar la iniquidad hipotecaria. ¿Qué tienen estas historias que tanto conmueven? Que son reales y cercanas, en las que todos nos identificamos. Que tienen buenos y malos, con perfiles inequívocos. Que encierran verdades y mentiras, como la que nos acusa, en plural, de haber vivido por encima de nuestras posibilidades. Que tratan de situaciones extremas que permanecían ocultas bajo apariencias de falso bienestar. Que nos hacen sentir que si nos quitan la casa nos quitan la vida. Que despiertan la épica popular de la rebelión solidaria. Y que su final feliz no es imposible si la corriente de indignación llega al punto de amenazar el equilibrio del sistema.

Estamos ante un fenómeno social extraordinario en el que la narrativa es determinante. A través de la ventana de la tele vemos cómo familiares, amigos y vecinos son expulsados de sus hogares por los bancos, apaleados por la policía y rendidos por los jueces hasta el suicidio. Estas historias son ahora la plaza pública donde se ha reunido la gente para decir basta y declarar que el desahucio canalla ha terminado.