La casualidad quiso que el pasado día 4 de agosto apareciera en un programa de televisión Eleuterio Sánchez, El Lute, el delincuente más buscado y más famoso en la España de los años 60. Relataba Eleuterio cómo malvivía en su Salamanca natal con su familia de mercheros, falta de recursos y sobrada de hambre. Su primer delito, a los 7 años, fue arrebatarle de un manotazo el bocadillo a un chaval bien nutrido que pasaba a su lado. Después, pequeños hurtos con buena suerte le ayudaron a sobrevivir hasta que a los 20 le echaron mano los civiles por haber robado dos gallinas. Caras, muy caras le salieron a El Lute las dos aves, teniendo en cuenta la condena a seis meses de cárcel que le cayó. De ahí para adelante, el quinqui pasó a mayores con el atraco a una joyería con un muerto, de nuevo la cárcel, la pena capital, las fugas y el mito. A sus superados 70 años, asimilado por la sociedad en su condición de regenerado y experto en leyes, ha ido tirando entre las letras, las artes y la farándula.

Lo que me interesa recalcar a través de estas líneas es aquella primera pena de cárcel: seis meses por dos gallinas. Es que El Lute había quebrantado el derecho a la propiedad privada, sacrosanto derecho para cuya defensa históricamente se han promulgado, prodigado y endurecido las leyes en este país. El derecho intocable a la propiedad privada, que llevó a aristócratas, terratenientes y rentistas a forzar la represión contra quienes lo transgrediesen, instituyendo para su defensa institutos armados como la Guardia Civil.

Pues bien, sólo dos días después de que el legendario ratero evocase su historia en la televisión, una acción conjunta de jornaleros del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), en Écija (Sevilla) y Arcos de la Frontera (Cádiz) protagonizó el acto simbólico de asalto a dos supermercados en el que los participantes en la acción llenaron varios carros para entregarlos al Banco de Alimentos y distribuirlos entre personas necesitadas. Como presunto instigador del saqueo todos los medios señalaron a Juan Miguel Sánchez Gordillo, diputado por IU en el Parlamento Andaluz y mítico alcalde de Marinaleda.

Es más que evidente el carácter simbólico del asalto a los supermercados, ya que una docena de carros repletos de embutidos, legumbres y conservas no iban a paliar la abrumadora situación de necesidad ni el elevadísimo porcentaje de paro con que la crisis está castigando a aquella zona andaluza. De lo que se trataba, según sus promotores, era de llamar la atención sobre lo que está ocurriendo en Andalucía, "donde el 35% de las familias de las grandes ciudades está por debajo del umbral de la pobreza, hay 1,2 millones de parados, 3 millones de pobres y más de 200.000 familias que no cobran ningún tipo de percepción", según el SAT.

Son los pavorosos datos que esta crisis está dejando en una de las zonas más deprimidas del Estado español.

Pues bien, la inmediata respuesta de las autoridades fue la caza y captura de los participantes en aquel "robo con violencia", según descripción de los sindicatos policiales. Una orden del ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, decretaba el despliegue de las fuerzas del orden para capturar a los rateros, como en la dictadura se desplegaban los guardias civiles para arrestar al ladrón de gallinas. Aquí quien manda es la Policía, no la Justicia. Y se detuvo inmediatamente a dos, luego a otro, más tarde a otro, y así hasta siete por ahora, en goteo acusador de las cámaras de videograbación, hasta que pase por el cuartelillo el último de los asaltantes. Y al presunto instigador, aforado, le espera un penoso proceso administrativo que le llevará, esposado, a declarar.

Sería insensato negar que el asalto a los supermercados es una acción extrema de carácter delictivo, que en una sociedad democrática avanzada no se pueden aprobar actitudes que atenten contra derechos de terceros, que no se puede obligar a nadie a asumir con sus bienes una responsabilidad social. Pero tampoco es de recibo la inmediata y estridente orden de caza y captura de unos simbólicos ladrones de gallinas que sólo pretendían llamar la atención de forma no violenta sobre un problema gravísimo que las autoridades no solucionan.

Una vez más, se comprueba la enérgica diligencia del poder para proteger la sacrosanta propiedad privada y la inmediata orden de detención contra una docena de rateros. Y como contraste, la insoportable tolerancia sobre los que despilfarran la propiedad pública e incluso sobre quienes la desvalijan en provecho propio.

Es una desvergüenza la celeridad del poder para detener a los ladrones de gallinas mientras mira para otro lado ante la alta delincuencia de quienes practican la usura bancaria, o blanquean el dinero, o lo ocultan en paraísos fiscales.

Es difícil saber en qué va a parar este episodio, o si se repetirá, pero por más que haya unanimidad en rasgarse las vestiduras ante hechos como los sucedidos en Andalucía, lo más probable es que se repitan y se propaguen. Porque vamos a peor.