Mi padre siempre fue de los que ponían clásicos en el coche cada vez que viajábamos -él, mi madre, mi hermana y yo- pero no conocí a Robe (sí alguna que otra de sus canciones pero no su nombre) hasta hace aproximadamente dos o tres años.

Ese día mi hermana desconectó el bluetooth del teléfono de mi padre para conectar el suyo. Acto seguido sonó Si te vas y tras 8 minutos y 36 segundos de poesía se convirtió en mi canción favorita.

Al principio fueron los acordes, los acústicos de guitarra y esa contundente batería que me embriagaron. Después, al volver a escuchar el tema en casa, prestando atención a cada una de las palabras que el cantautor pronunciaba, fue esa letra tan real y conmovedora la que hizo que Robe se convirtiera en uno de mis artistas más escuchados.

Con Robe aprendí que cuando un amor se va, nos quedamos en una calle sin salida; que queremos fundirnos en su fuego, que dejaríamos las ventanas sin cerrar por si acaso volviera, que se nos lleva el aire perdiéndonos en la calle melancolía.

Robe era puñaladas de verdades disfrazadas de, a veces dulces, y otras crudas melodías. Armonías enredadas con palabras desgarradoras como la vida misma.

Tres años de escucha no han sido suficientes. Robe para bailar, Robe para trabajar, Robe para caminar, Robe para entenderme por dentro.

La semana pasada, por su fallecimiento, las redes se inundaron de antiguas declaraciones, anécdotas, o entrevistas al artista. Había una en la que decía lo siguiente: “¿Qué es mejor? ¿Gustarle a mucha gente o gustarle mucho a alguien?”. Y aunque Robe no fuese fácil de simplificar, creo que nada puede resumirle mejor.