El dinero es uno de los dioses más adorados y para conseguirlo, mantenerlo y acrecentarlo, el ser humano es capaz de ejecutar las mayores vilezas. 

Viene a mi memoria una anécdota: el emperador romano Vespasiano, necesitado de reponer las exhaustas arcas públicas, implementó un impuesto, ahora lo llaman armonización, por el uso de las letrinas debido a que la orina se utilizaba para fines lucrativos; su hijo se mostró muy indignado por la decisión de su padre y lo cubrió de reproches y denuestos. 

El emperador, le mostró unas monedas ingresadas gracias a dicho gravamen preguntándole si le desagradaba su olor; Tito respondió negativamente y su padre le replicó con un comentario que se resume: ‘Pecunia non olet’ -el dinero no huele-. 

Esta expresión latina hace énfasis en que el valor del dinero no se ve afectado por su origen: cómo se consiguió, qué ignominias se perpetraron para su obtención. 

El dinero que entra al bolsillo de forma abyecta, ilícita, cumple sus fines; nuestra membrana pituitaria no detecta nada, pero sí, se supone, nuestra conciencia. La riqueza, por ejemplo, gracias a regentar casas de lenocinio, de masajes sui géneris, atenta a la ética, al decoro e hiede; no existe ambientador que elimine el tufo y la fetidez.