Para los niños de hoy, Pegaso quedará en la memoria no ya como camión extinto, sino como software de cotilleo revestido de latinajo, sin apenas rastro del mitológico caballo alado. Algo parecido a los virus informáticos que dan gentilicio a los habitantes de Troya. Homero se sonrojaría tanto, que se le quedarían los pies blancos. Y se ahogaría en suspiros. Un cruasán será un bollo matutino y no la luna creciente de la bandera otomana que unos pasteleros vieneses quisieron representar para comerse al turco. Y es que esas guerras quedan lejos. A Carlos I y III les pusieron nombre de brandy y Napoleón es un Armagnac que te mueres. Y todo lo que anduvo San Jacobo (Santiago con el paso del tiempo), que hasta se inmortalizó en camino, quedará reducido a un sándwich de carne, queso y jamón que, al parecer, fue concebido para mantener a distancia al moro, por su aversión al cerdo. Y ya no nos quedará París, de ciudad del amor a escenario bélico de la Champions, de la que ha huido la última cigüeña. Lincoln perderá en popularidad con un buga de lujo, y quien conduzca un Pontiac ignorará al líder amerindio que inspiró la marca y que tantas jaquecas provocó a los ingleses, allá por el siglo XVIII. ¡Uf! Qué pereza. Y Cervantes fue una modelo y miss sin panza. A Enrique, el profesor, le pregunta una alumna de magisterio superior si la primera letra de una frase ha de ir en mayúscula. Y decide que sobran libros para tan poco lector. Y sigue escribiendo, porque ya no le quedan suspiros.